A Ornán lo conocí alegre. Alto, delgado. Un lector apasionado
que también hacía de escritor. Sin embargo, algo sucedió. De un momento a otro,
aquellas actividades dejaron de interesarle. Dejó de hacer nada. Se quedó
quieto. Paralizado. Se volvió hosco, melancólico. Y empezó a encerrarse en sí
mismo. Día y noche permanecía en aquella casa pequeña y descolorida. Sin luz. Sin
comida. Sin diversiones. Odiaba al mundo. Y aquello fue la señal.
¿Qué pasaría con él? No sé. A todos en algún momento les molesta vivir. La rutina los despedaza. Les desgarra la piel y perfora sus huesos. Quizá
a Ornán le pasó eso. O tal vez no. Quizá sólo quiso alejarse del mundo. Sea lo
que sea, yo vi una señal en sus ojos tristes.
Entonces lo visité. Le animé a vivir. A salir. A caminar. Darle la cara a la vida, pero no hizo caso. Y cuando alguien se resiste de esa manera,
no hay remedio. Era el momento.
Me acerqué a él mientras
fumaba. Sus ojos miraban a la nada. Eran ojos tristes, desgastados, opacos. Ahí
ya no había vida, ni esperanza. Me acerqué hasta inhalar su aliento tibio. Quizá
su cuerpo sintió mi presencia porque de pronto en sus ojos noté espanto. Entonces
le vi desprotegido, casi un niño, (todos son así en ese momento). No lo niego,
lloré. La desolación de Ornán me caló. ¿En verdad él deseaba esto? Sea como
fuere, ya no había tiempo. Era el momento. Me paré frente a él y lo abracé. En un
susurro le dije: “Todo estará bien”, sólo déjate llevar y así, en silencio, le arranqué
la vida.
ME ENCANTÓ LEER ESTE TEXTO
ResponderEliminarGracias linda por el comentario. Saludos
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