Dos gallos, en un gallinero, son
un peligro. Sólo piensan en pelearse para saber quién de los dos es el más
gallo. Lo anterior genera que las gallinas terminen aburriéndose de ambos. ¿De
qué sirve que estén fuertes, bravucones y guapos, si ninguno de los dos logran
satisfacer nuestras necesidades de lecho y reproductivas por andar de valientes?,
quizá las gallinas piensan mientras picotean el maíz.
En el
gallinero de la casa tenía dos gallos. Uno negro y otro colorado. Ambos dignos
de servirse en platos hondos acompañados de verduras.
Sin
embargo, yo que me considero justo, no tuve corazón para dejar a las gallinas
sin sus “pisadores” cuando noté el problema. Así que decidí conservarlos. Alimentarlos
con maíz y hojas verdes. Pensé que si insistía en instaurar un sistema
democrático, cada gallo se contentaría con su gallina y todos felices. Sin
embargo, los gallos casi desbarataron el corral por andar disputándose el
liderazgo del mismo. Era una guerra a muerte. Crestas lastimadas y montones de plumas
por doquier. El liderazgo del gallinero se estaba definiendo a picotazos y a
punta de espolones que estallaban en el pecho del contrario. Sin lugar a dudas,
ninguno se daría por vencido hasta no ver al otro dentro de una olla hirviente.
La lucha
física ocupaba el pensamiento de los gallos que terminaron olvidando a las
gallinas quienes, recelosas, añoraban el sometimiento del apareo. Fue tanto el
olvido a la que relegaron a las gallinas que éstas terminaron por olvidarse de
los fanfarrones. Se dedicaron a comer y a cacaraquear sobre el tronco del árbol
seco que hay en el corral, al fin que con gallos o sin ellos, la naturaleza las
obligaría a producir huevitos frescos cada dos días.
Sin
embargo, aquel negocio no me era redituable. No podía permitir que Eduardo, mi
hijo, observara pleitos cada cinco minutos. ¡Qué ejemplo estaba aprendiendo! No
señor. Aquellos gallitos no me quitarían el sueño con sus escándalos de briagos
desmañanados disputando el amor de unas gallinitas. O se portaban bien, o uno
de los dos terminaría en la olla. Pero cómo decidirme. Ambos lucían muslos
membrudos capaz de enloquecer a cualquier carnívoro. Además, a los dos les
tenía cariño.
En lo que
me decidía, observé que, no conforme con golpearse entre ellos, empezaron a golpear
a las pobres gallinas. De ello, pienso, dependería el control del gallinero.
Algo parecido a la política actual. El partido, del color que sea, para
mantener el control de una población debe tener a la gente contenta o madreada.
No hay de otra. Prueba de ello son los más recientes casos de Oxchux y Chenalhó,
por mencionar un par de situaciones.
Así que
desplumadas y tristes, las pobres gallinas indefensas se resignaron a los
golpes, aunque, si oportunidad hubieran tenido, seguro hubieran corrido a pedir
apoyo al grupo de féminas chiapanecas para que, juntas, hombro con hombro y a
punta de gritos y cacaraqueos, hubieran emprendido una serie de movilizaciones
contra los gallos pendencieros y machistas. La consigna hubiera sido, es muy
posible: ¡gallo en caldo!
Las
gallinas fueron sometidas en un dos por tres. Así que un rato eran del colorado
y a los cinco minutos eran del negro. Aquello era inaceptable. A parte de que
las gallinas fueron privadas del placer reproductor, ahora eran golpeadas y
abusadas sexualmente. No señor. Esos pinches gallos acabarían con mi granja que
consiste en dos míseras gallinas flaquitas que, a duras penas, ponen un huevito
cada dos días. Así que, pensé, o me los pongo en cintura o me los como.
Aunque a
decir verdad, tampoco tuve deseos de medirme a fregadazos con un par de gallos
mañosos. ¿Qué tal si tuvieran nexos con la asociación del cuidado de los animales
y en un dos por tres me caía encima la gallada de Comitán? ¡No! Lo mejor era
una salida pacífica. Que los valentones no sospecharan que iba a deshacerme de
uno. Fui al mercado para comprar otras gallinitas con la finalidad de acrecentar
mi granja, y de paso vender a uno de los dos perturbadores.
Encontré a
un tipo chaparrito, al que triste, le expuse mi preocupación. No se preocupe,
me dijo. Yo le compro el gallo. ¡Magnífica idea! La solución al problema llegó
de quién sabe dónde como un milagro. Le pedí me acompañara a la casa para cerrar
el trato. Cuando llegamos los barrió con
la mirada. Soltó a las tres gallinas que traía en una caja, mientras que el
gallo negro se les vino encima con ganas hacerles el amor allí mismo frente a
nosotros.
“Ese es el
bueno, se ve que es pisador”, me dijo con aire de conocedor. Sin embargo, no sé
por qué, le dije: ándele, llévese al colorado.
Entró al
corral y de un manotazo tomó al gallo colorado que empezó a revolotear. Antes
de que el comerciante metiera al animal a un costal, el gallo me dirigió una
mirada de odio. Quizá supuso que entre el negro y yo le hicimos complot.
Despedí al chaparrito y volví al corral. El gallo negro henchía la pechuga y
cantaba orgulloso. Las gallinas, coquetas las arrastradas, corrieron a hacerle un
círculo como incitándolo a cantar más fuerte. Después se acercaron más,
mientras que el gallo, garañón el condenado, comenzó a golpearlas.
Después las
pisó.
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