sábado, 4 de mayo de 2013

Crónica de un paseo anunciado




Tuxtla era un horno cuando salimos con rumbo al aguacero, que según Rita eran las cascadas más hermosas de la región de Coiteca. Puse combustible en la primera gasolinera que halle antes de Berriozábal que es un pueblito apacible donde puede pasarse un fin de semana alejado del bullicio corrompido de la ciudad. Allí también nos proveímos de un garrafón de agua de cinco litros, sabritas, una leche con chocomilk para Eduardo y una cocacola para mí. De ahí en adelante continuamos el recorrido hablando sobre Rita y su viaje a Guerrero de donde trajo cinco blusas, una bolsa de plástico repletas con hojitas de Jamaica, una playera blanca para mí que dice paradise Acapulco en un logo rectangular de color rojo, amarillo y azul; a Eduardo le trajo una bolsa con dinosaurios de plástico y un libro del mismo tema que seguro compró en alguna tienda del aeropuerto.

Minutos después pasábamos la ciudad de Coita que resplandecía con el sol, y la cual se halla rodeada por una cordillera rocosa e inmensa, donde seguro viven serpientes, lagartijas e iguanas. Mientras rodeábamos el pueblo, Eduardo explicaba las diferencias entre un dromedario y un camello y que, según recuerdo, leímos meses atrás en un librito que trata sobre la familia de los camélidos. Mi hijo mencionó que los camellos tienen dos jorobas donde almacenan agua que les sirve para que conserven las energías, en cambio los dromedarios sólo tienen una, y eso, en razonamiento de Eduardo, significa que los camellos aguantan más que los dromedarios, pues los primeros tienen más espacio para que les quepa agua, lo cual podría compararse con la gasolina en un coche. Nuestro pequeño nos explicó que ambos animales viven en el desierto de áfrica, y que sus primos lejanos habitan en américa central de donde sobresalen las alpacas, las vicuñas y las llamas. Ante la explicación de un niño que está próximo a cumplir cuatro años me sentí ignorante y con la autoestima por los suelos. De Rita ni se diga, sólo me observaba y asentía con la cabeza como diciendo: si seremos burros, los primos chiapanecos de los camélidos.
            
Pasamos Coita y parecía que el sol incendiaría las piedras, los árboles, los animales y hasta la misma gente. Así lo dije a Rita porque los tres sudábamos copiosamente dentro del bocho que a duras penas continuaba con su marcha en aquella carretera blancuzca. Más adelante paramos a la escasa sombra de un árbol y abrimos el garrafón de agua y bebimos, mientras Eduardo daba cuenta de su chocomilk que acompañó con un par de quesadillas que su madre le llevara. Minutos después continuamos la marcha, y fue cuando se nos presentó un problema, ¿dónde quedaba la entrada al aguacero? Sin saber cómo se nos había olvidado, y eso que meses atrás vinimos a conocer. Ahora íbamos con rumbo a Cintalapa de Figueroa y del aguacero ni sus gotas.

Rita me dijo que preguntara con alguien, pero a las tres de la tarde y con ese calor que daba rabia no había con quién.  Decidimos seguir, pues sino hallábamos las cascadas al menos llegaríamos a Cintalapa para comer barbacoa de borrego, bromeé con Rita. Avanzamos otros kilómetros cuando a orillas de la carretera vimos a un par de campesinos que volvían del trabajo con machete en mano y la camisa abierta mostrando un pecho lánguido y reluciente por el sudor. Me estacioné y les pregunté por la entrada a la famosa cascada. El más delgado se me quedó mirando incrédulo y señaló con la mano derecha un letrero que decía: ¡Bienvenidos a las cascadas el aguacero, reserva el ocote! Cuando vi aquel letrero con letras negras en fondo blanco entendí la mirada burlona del tipo. Quizá pensó: pobre pendejo cegatón.

Les di las gracias un poco chiveado y nos desviamos a la carretera de terracería que indicaba la flecha. A un costado del camino se veían letreros como “esta propiedad es de Bachoco” como si ello fuera una carta de presentación para turistas. También estaban las fabricas con el mismo nombre y que comercian con huevos y pollos, mismas que desprenden un olor nauseabundo que invitan al vomito. Pasamos un desvío que lleva a una colonia cuyo nombre no recuerdo y seguimos de frente hasta que al fin topamos con los enormes peñascos que se imponen a la mirada inquieta de cualquier espectador. Allí, cruzando una puerta de metal, daba comienzo una carreterita asfaltada que después de retorcerse en un par de curvas daba a la caseta de cobro donde pagamos veintisiete pesos cada uno, menos Eduardo porque aún está “chiquitío”, dijeron.
Tras recibir los boletos, una señora menudita y morena que la hacía de informante turística nos dijo que evitáramos tirar basura o maltratar las gradas, árboles y reptiles, en caso de hallar alguna víbora. También nos sugirió lleváramos ropa cómoda y disposición a caminar setecientos veinticuatro escalones que son los que se tienen que recorrer para conocer las majestuosas cascadas. No se desanimen, casi gritó, una vez estando abajo el cansancio se quita al momento. Y nos invitó a pasar.
Aparcamos el coche a la sombra de un árbol de flores amarillas en donde cambié mis botas de montañista por unas chanclas, Eduardo se puso unas sandalias con suelas de gomas, Rita unas pie de gallo tipo playeras y emprendimos la marcha sin más cosas que las cámaras fotográficas y el garrafón con agua. Cuando iniciamos el descenso vimos que las gradas entraban y salían de los recovecos que el mismo peñasco producía. Al frente de nosotros, librando un vacío donde los zopilotes planeaban con la quietud de quien se sabe amo y dueño del los aires, una mole de rocas imponía autoridad y respeto. Vi que en la poca tierra que había entre las rocas crecían árboles de mulatos y ceibas, además de flores silvestres que lucían marchitas por el calor del sol.
            
Apreciando esas bellezas íbamos bajando la cuesta cuando empezamos a encontrarnos con los que subían. Primero una señora delgadita, morena y poco marchita quien sentada sobre un roca asesaba como animal sediento. Después fue un tipo alto y delgado quien se había quitado la camisa y nos dijo: disfruten la bajada, porque en la subida se paga el precio. Supuse lo decía porque en partes caminaba, y en otras subía a gatas implorando al altísimo le permitiera llegar a la cima. Váyanse despacito, nos gritó mientras nos perdíamos en una especie de grutas. Ante esta situación empecé alarmarme, pues si de sufrimiento se trataba, yo debería subir con Eduardo a la espalda y eso implicaba esfuerzo, sudor y cansancio. Sin embargo deseché la idea. ¿Para qué sufrir antes de tiempo? Mi hijo venía contando los número en inglés y Rita admiraba la belleza de aquellas rocas que sobresalían de las montañas y que formaban una especie de encajonado donde el sonido del río subía formando un murmullo monótono y adormecedor.
Media hora después terminamos de bajar el cerro y nos topamos con un arroyito que podía cruzarse caminando y estaba inundado de rocas enormes y parduzcas donde descansaban zopilotes y garzas. ¿Y por esta cosa caminé setecientos veinticuatro escalones?, pensé indignado, pero Rita, adivinando mis pensamientos, apuntó con el índice de la mano derecha río arriba y allí estaban las cascadas que son un especie de cortinillas de agua blanca que envuelve a los peñascos. Eduardo dijo que de ahí no se movía y se metió al agua por lo que fue necesario arrastrarlo para llegar a las cascadas.
           
Estando allí nos dispusimos a bañarnos, pero antes haría unas tomas fotográficas, por lo que caminé río arriba. Observé que el agua caía de una altura aproximada a los cincuenta metros formando en su caída una especie de cortina que dota al cerro de una belleza excepcional. Allí uno puede subir por unas rocas que están al pie del peñasco y caminar una buena parte del cerro donde el agua se estrella contras las piedras y árboles. Pegadas a las piedras hay musgo verdoso que contrasta con la escasa luz solar que penetra el encajonado. También hay, aferrados a las peñas, árboles delgados y altos que sirven de guarida a los carroñeros que en todo momento planean sobre el río. Allí si uno cierra los ojos se puede percibir el murmullo del agua que es como un paraíso envuelto en un silencio estremecedor que apenas es molestado por el rumor del viento.
A los pies de las montañas el río serpentea y se pierde en la lejanía entre vuelos de zopilotes y graznidos de garzas blancas. Subí a una roca y desde allí observé el paisaje compuesto de árboles verdes que se prenden como demonios de la poca tierra de las montañas para no caer al vacío, y de rocas inmensas y poderosas que inundan el angosto río donde bancos de peces diminutos nadan nerviosamente. Más allá, donde el río y las montañas hacen un recodo, el sol se refleja en las paredes de las rocas.
También observé a Rita y a Eduardo que jugaban inocentes como un par de niños que no saben de las responsabilidades que impone vivir en sociedad. Mi hijo pataleaba y con las manos salpicaba de agua a su madre, en tanto ella reía y lo colmaba de mimos y besos. Eduardo con su carita redonda y blanquito se asemejaba a un osito travieso en busca de su primer pez. Ambos inscritos en aquel paisaje de silencios y murmullos eran como una sonrisa al despertar. Desde allí grité el nombre de mi hijo y mi voz se extendió por todo el encajonado hasta perderse en las últimas rocas y árboles. Como resultado obtuve el vuelo burdo de los zopilotes y el grito de mi hijo que me llamaba a bañarme con él.
            
Después de dos horas de jugar en aquellas aguas frescas y limpias llegó el momento de partir. Como Eduardo estaba cansado de nadar me pidió lo cargara. Entonces fue cuando supe que la subida no sería fácil, lo que me hizo recordar al tipo que con aires de profeta dijo lo caro que tendría que pagar aquellos breves momentos de dicha. Puse a Eduardo sobre mi cuello y emprendimos la retirada. Sin embargo cuando llegamos a donde comienzan los escalones, mi hijo anunció que iba a caminar, por lo que subimos las primeras gradas cantando. La primera fue El gavilán pollero, después vino Las mañanitas, luego El himno nacional, y por último La cama de piedra. Cuando terminábamos una canción nos deteníamos para conversar sobre el agua, y luego continuábamos al ritmo que mi hijo indicaba. Fue así como a unos escalones antes de llegar a la cima elaboré la siguiente hipótesis sobre las consecuencias de que halláramos a personas muriendo de cansancio horas atrás. Uno, subieron a la hora en que el calor era más fuerte (las tres de la tarde). Dos, ellos deseaban llegar a la cima lo más rápido posible y caminaron de prisa. Tres, nuca se les ocurrió que cantando y teniendo un hijo como el mío, el camino se acortaba considerablemente, además de generar diversión.
Arriba tomamos un descanso corto, pues ya oscurecía. Bebimos un poco de agua, subimos al coche y emprendimos la marcha dejando a nuestras espaldas el canto nostálgico de las torcazas.

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