miércoles, 8 de mayo de 2013

De la mano con Eduardo (uno de tres)



Rita abordó un avión a las nueve de la mañana y nos dejó a Eduardo y a mí con los ojos y la sonrisa tristes. Dijo que volvería en una semana y nos las arregláramos sin ella. Sin embargo, ante la expectativa de quién haría de comer, lavaría la ropa e iba a mimarnos y a regañarnos pensé en alcanzarla en el próximo avión del día siguiente. Si no lo hice fue porque mi suegra salió a nuestro rescate. Prometió apoyarnos en la ausencia de su querida hija. En las mañanas iría al trabajo, y las tardes, Eduardo y yo, caminaríamos los rincones de la ciudad.

El primer día sin Rita casi desfallezco de cansancio, pues el calor me dejó peor que boxeador noqueado. Si a lo anterior agrego los juegos de mi hijo de casi cuatro años como consecuencia de su energía inagotable, mi situación de padre amoroso se complicaba de forma considerable, pues lo único que deseaba al volver del trabajo era dormir.

Esa tarde al volver de mis actividades tomé la cámara fotográfica, puse a Eduardo unas chanclas, un short, una playerita y emprendimos el viaje a la ciudad de Chiapa de Corzo entre gritos, abrazos, besos y sonrisas que mi cachorrito de tez blanca y regordete me proveyera. Pensé que la ausencia de Rita nos empujaba a los brazos del otro para salvar la nostalgia que nos dejaba su partida. En el coche, fuera del alcance de la mirada de mi suegra nos abrazamos y dijimos lo mucho que nos extrañamos las pocas horas que duró mi ausencia. Después de nuestra terapia de besos y abrazos partimos a la ciudad de don Ángel Albino Corzo entonando la canción El gavilán pollero.

Llegamos a las siete treinta de la noche y en la plaza había poca gente y corría un viento fresco que desojaba los árboles. Apenas al estacionar el coche, Eduardo salió en una carrera desbocada como un animalito recién liberado. No dejaba de gritar y de exigirme corriera y saltara tras él. Cumplí a medias, pues lo que yo deseaba era estirarme sobre una de aquellas banquitas humildes y saborear un helado de mamey mientras el viento que subía de río se estrellaba en mi cansada humanidad. Ni modos, es el precio por un hijo listo y loquito, pensé mientras corría tras él haciéndola de Superman, uno de los súper héroes que admira Eduardo.

Le dimos una vuelta al hermoso quiosco colonial construido con ladrillos y que tiene una fuente de aguas sucias de mierda de pájaros que viven en el techo del mismo, y que según reza la tradición es milagrosa. Allí observé a una pareja que se prodigaban besos lujuriosos mientras de espalda a la fuente lanzaban monedas a esta. Seguro ella pensaba en matrimonio y él en hotel. Después de media hora de acariciarse de manera indecente desaparecieron, lo que me llevó a pensar en acercarme a esas aguas y tirar monedas. Quizá alguno de mis deseos se me cumpliera. En eso andaba entretenido, cuando Eduardo volvió al ataque, me tomó las manos e insistió en dar otra vuelta. No conforme con ello pidió corriéramos alrededor de la ceiba que se halla en ese lugar y que dicen los habitantes tiene más de quinientos años, y mide veinte metros de alto y tres y medio de ancho. Quizá Eduardo vio que estaba a punto del desmayo porque me dijo me fuera a sentar un rato, lo cual obedecí como un padre que acepta las ordenes del hijo sin respingos.

Lo observé desde la banca. Corría y daba saltos cortos como un venadillo que empieza a adaptarse a su hábitat. Desde allá gritaba, ¡papá, ven!, a lo que yo respondía con sonrisitas de hombre a medio morir, pues no es fácil pasar la mañana trabajando en talleres de promoción a la lectura y por la tarde jugar con un niño de casi cuatro años que pareciera nunca se le terminará las energías. En esas carreras andaba mi hijo cuando descubrió un puesto ambulante donde pintan mascaras con tinta natural, según dijeron las pintoras de rostro. Eduardo pidió lo pintarán de hombre araña y justo cuando terminaron de maquillarlo me declaró la guerra. Dijo que yo era su enemigo y que si no corría ahí mismo me dejaría como cucaracha fumigada con insecticida raid. Cabe aclarar que iba armado con una rama de árbol que halló por ahí, y así como que no quiere la cosa empecé a correr. Así me tuvo hasta que la sed le paró las fuerzas. Di gracias al creador por ese receso, pues mis piernas ya no aguantaban mis casi noventa kilos de peso.

Fuimos a un oxxo y compramos jugos y agua y una revista Proceso que hojeé frente a la cajera. Al salir nos topamos con una jovencita cuerpo voluptuoso que le hizo una caricia a mi hijo y que yo correspondí mirándole las nalgas y las piernas formaditas. Nos sentamos sobre una banca donde observamos el cielo estrellado y una luna resplandeciente que señoreaba el firmamento, mientras el viento fresco se metía en nuestras ropas acariciándonos la piel, y donde hice un par de tomas fotográficas. Al ver la extensión de la plaza que bien podría medir una hectárea o quizá un poquito menos pensé en lo fácil que es bajar de peso dándole de dos a tres vueltas diarias.

Al terminar nuestros jugos, Eduardo insistió en dar otra vuelta por allí y yo, mañosamente, lo conduje al coche. Subimos, encendí el automóvil y a las dos cuadras de haber conducido, Eduardo me besó, me dijo te quiero papi y se durmió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hola. Aquí puedes dejar tus comentarios.