domingo, 30 de noviembre de 2014

A propósito de El salto de los duendes de Luis Antonio Rincón García

Ornán Gómez; Luis Antonio Rincón García; Elizabteh Figueroa Castellanos.



Después de leer El salto de los duendes de Luis Antonio me pregunté: ¿Son los duendes del mundo, de México, Chiapas, o Tuxtla Gutiérrez iguales? No lo creo. Los de Luis Antonio, por ejemplo, danzan El parachico, visten trajes coloridos, limpios y típicos de Chiapa de Corzo, quizá hasta comen pepitas con tasajo antes del baile, viven en cuevas o ruinas de alguna iglesia, porque desde allí cuidan la tradición de la ciudad. Es decir, son duendes cultos. Los míos, los que me regalara la abuela Matilde, habitaban en montañas, eran sucios, despeinados, morenitos, y dedicaban sus energías sobrenaturales a molestar a las personas que caminaban por las veredas solitarias. Es posible que hasta espiaran a la mujeres semidesnuda cuando iba a bañarse a los arroyos. Si alguien caminaba a solas por las montañas, los duendes le tiraban piedrecillas. Si la persona andaba borracho, los duendes le saltaban al camino, lo tiraban panza arriba y con sus uñas largas y curvas le hacían cosquillas en pies y barriga. Luego le arrebataban la botella de aguardiente para emborracharse. Seguro que en sus cuevas, borrachos, maltrataban a sus esposas duendecitas.

De más está decir que mis duendes eran unos pervertidos incultos que la imaginación sólo les alcanzaba para hacer desmanes. Lo anterior es más que justificante para que los niños, llenos los ojos de miedo, anduviéramos, todo el tiempo, con una resortera al cuello y piedrecillas en las bolsas de los pantalones. Si algún duende pícaro se le ocurría enfrentarnos, seguro saldría disparado hacia el mundo de los geniecillos para quejarse con su padre duende de los disparos de nuestras resorteras. En cambio, los de Luis Antonio son amantes de la tradición que es la danza del Parachico como ofrenda a la madre tierra por sus beneficios que brinda al ser humano. Dan ganas de conocerlos, y por eso René y Juan se enrolan en una aventura para hallarlos y hacerles tomas fotográficas con un teléfono celular. A mis duendes, en cambio, me hubiera gustado, si valor tuviera a mis seis años, retarlos a duelo, a una lucha mano a mano. Piquetes de ojos, quebradoras, martinetes y zancadillas no hubieran faltado.

Y es en esta búsqueda que René y Juan emprenden cuando nos ofrecen paisajes bellísimos que determinan la flora y fauna del cañón del sumidero. En su recorrido por el río puede oírse el rugido estremecedor de los monos que saltan alegres en las ramas de los árboles, el aleteo exacto del gavilán que huye asustado a los cielos, el ronroneo perezoso del mico de noche que nos observa desde la rama de un árbol, el silencioso vacío que producen las toneladas de rocas que encajonan el río Grijalva y que eriza los vellos del cuerpo. En El salto de los duendes uno puede tirarse de clavado a las aguas limpias y profundas del río para resurgir más limpios, más hombres y más niños. Si los duendes no se ocultan en alguna de las cuevas del Cañón del Sumidero, René y Juan nos han mostrado un pedazo de paraíso.

Quiero decir que nunca topé a algún duende de mi infancia, pero, hoy, al leer El salto de los duendes de Luis Antonio, conocí a los duendecillos que habitan Chiapa de Corzo. No son duendes cualquieras. Son los guardianes de la ciudad que motivan la tradición, la danza para ser exactos. Un baile que da identidad a un pueblo. Que le dota de vida. De alegría. ¿Cuántos recuerdan a los duendes de su infancia? Sino, los invito a conocer los duendes de Luis Antonio. Producen alegría. Es emocionante verlos danzar en la penumbra del parque y luego, chispeantes de felicidad, tirarse de clavado a la fuente. ¿A dónde van? Retornan al mundo mágico de la imaginación de donde vuelven cada vez que un niño los invoca, como en el caso de René y Juan.

El salto de los duendes más que contar una historia, es un viaje hacia la maravilla de la memoria. Allí donde somos niños capaces de asombrarnos ante el mundo y de entristecernos por la oscuridad que lo envuelve y de donde, más tarde, brotará la vida. Vida que vendrá acompañada de la magia de la danza, la melodía, los movimientos acompasados que buscan agradar a los dioses que viven en el imaginario de un pueblo alegre y quieto que habita las márgenes de un río donde la historia y el recuerdo se unen para hacer del hombre y del niño, dioses sagrados que iluminan la existencia con sonrisas.

El relato de Luis Antonio es un gran salto hacia el niño que lo habita y al que nos habita. A ese niño que mira el mundo con ojos inocentes. El niño que cree en los duendes como una extensión del mundo mágico que nos habita. El niño que es capaz de maravillarse en el aleteo de un gavilán o en la quietud del cocodrilo que reposa a orillas de su río.

En El salto de los duendes resuena el tambor, el pito, el compás de los pies alegres. Allí, la sonaja metálica arranca destellos al sol y la mascara que oculta el rostro del danzante lo transporta al mundo místico determinado por la religión de ojos y labios que sonríen y agradecen a los dioses por la vida. El salto de los duendes sólo puede leerse estando dispuesto a volverse niños capaces de creer en los relatos que nos explican la vida. Si no es así, difícilmente uno podría oír el grito, la danza de los pies que se escurren por las calles empedradas hasta llegar al río para mezclarse con el tiempo y la memoria que no permitirá que este bello relato se pierda en la maleza del tiempo que camina río abajo y que nunca, nunca, se detiene.



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