Eduardo, mi hijo, es un bebé de diez meses. Tiene el cabello ondulado y los ojitos claros. A su edad ya devoró al Quijote de la Mancha, La Celestina, Cien años de Soledad, sin olvidar a Pedro Paramo y los libros de John Fante. Para llegar al librero camina a cuatro patas como un gorilita. Frente a los libros se queda quieto y pensativo. Después, con la calma de una tortuga, los extrae y los tira al piso. Cuando veo mis mamotretos regados a su alrededor, suspiro. Nada escapa a la mano tumbalibro de Eduardo, pienso. En el suelo los textos se ven como cadáveres. Mi bebé los observa, los abre, dobla las hojas y luego, como si fueran papilla de zanahoria, se lanza a lengüetazos contra ellos. Tiene un deseo incontrolable de leer, pienso cuando recojo los textos con babas.
Además es inquieto. No hay rincón de la casa que no conozca ni objeto que no termine en el piso. Despierta a las cinco de la mañana y nos obliga, a Rita y mí, a despertar. Primero se lanza contra ella, después a mí, a mordidas. Si no logra despertarnos, llora. Y si persistimos en dormir, toma un juguete y nos golpea. Cuando al fin, después de una hora, nos despierta, él, sonriente, descubre los pechos de Rita y arremete contra ellos como un becerrito hambriento y se duerme.
También es inteligente. A sus escasos meses de vida, el vuelo de una mosca no pasa desapercibido. Pero es a los libros a quien prefiere. Entre sus juguetes se encuentran dos textos infantiles ilustrados, uno de arqueología, Tarumba, de Jaime Sabines, y Halcon soy tu hermano. Con ellos juega, balbucea, ríe, se enoja y llora. En el libro de arqueología observa las figuras colosales y de colores. Con los textos infantiles ríe y practica los mordiscos que aminoran la molestia de los primeros dientes. Con Tarumba duerme. Lo coloca sobre su pecho y cierra los ojos. Y por último, con Halcón soy tu hermano, nos exige, a Rita y mí, le leamos unos párrafos mientras él, con las manos y dientes, intenta atrapar a los dibujos. Sus otros juguetes, una sonaja, un carrito de madera, un cartón de zapato y una bolsa de plástico, también los quiere. Con la sonaja se da golpes en la cabeza; con el carrito de madera me golpea a mí (le gusta el sonido seco de mi cabeza); en el cartón de zapatos mete la cabeza y grita; y con la bolsa de plástico intenta ahogarse.
Cuando tiene un libro entre las manitas y los labios, los ojitos le brillan y sonríe. Si no lo tiene, acelera todo lo que da su andadera y corre al librero. No hay duda, pienso alegre, Eduardo será lector y si no, por lo menos ya interactuó con los libros a mordidas.
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