Cuando despierto gotas de agua tintinean en la lámina. Se terminó el frío, pienso al ver los rayos del sol filtrándose por las rendijas de las tablas. Al abrir la puerta observo que los alumnos caminan en fila india con rumbo a la secundaria. Cuando llego los chicos gritan y corren como una manada de saraguatos huyendo de una boa constrictora. Sonrío. En el salón, saludo: ¡Buenos días! Y ellos, en coro, como recitando un rosario, responden: “Bueeenos dííías maeeestro”. El grito hace que mis recuerdos fluyan y les sugiero un ejercicio de matemáticas. Pero Cañas, Deara, Luna, y Julio, mis allegados, se acercan, sonrisilla de hiena en los labios, y dicen: “¡Queremos leer!”. Busco en mi mesa y le tiendo un libro a cada uno.
De niño, cuando mi padre bebía, me hablaba de libros. Después mis abuelos maternos me leyeron la Biblia y conocí, en primer lugar, a David, pequeño, blanco y de cabello rubio, peleando contra Goliat, un gigante de rostro cuadrado con sólo honda y piedras; después supe de Sansón, alto, nervudo y de abundante cabellera que, por andar de calenturiento, perdió, primero la fuerza, después la vida, a manos de Dalila.
Yo quería parecerme a mi padre, pero mi madre juzgó que “aplanar calle” no era bueno y me mandó a la escuela. En la primaria me bombardearon con números que invitaban a la locura y olvidé a Sodoma y Gomorra, la vejez de Sara y la fogosidad de Abraham. Además, perdí de vista la barcaza del abuelo Noé y, en su lugar, aparecieron barcos europeos atestados con hombres altos, blancos y barbados.
Los jóvenes me observan, cuchichean y ríen. Suluphuitz es una comunidad Tseltal con casitas de tablas, techos de cartón y calles sin pavimentar. La secundaria está en una hondonada, a orillas de la colonia, donde, en Abril, el viento le arranca el techo sin piedad. Suspiro. La primaria donde estudié estaba en el centro del pueblo y las aulas eran de barro y techos de tejas, con un patio cívico de tierra colorada donde jugábamos a las canicas. Al fondo, al lado de la dirección, una bandera descolorida ondeaba mientras nosotros intentábamos pegarle al águila con terrones. En el colegio me resistí a escribir, a leer, a sumar, a dividir y a obedecer al maestro. Y todos, incluyendo a mi madre, se unieron en mi contra. Ella creía que algo no estaba bien en mí, por lo que me llevó con un clérigo para que a punta de oraciones, sacara a mis demonios. Más tarde, los abuelos, enemigos del pecado, se sumaron a “la guerra santa” desgranando oraciones para solicitar mi arreglo mental, pero Dios, ocupado en otras peticiones, no los tomó en cuenta. Como esos métodos no funcionaron, fui a parar a la silla de un psicólogo, en la capital del Estado. Después de la terapia quise parecerme más mi padre, quien huyó de casa cuando vio a mi madre blandiendo un machete y destellando fuego de los ojos porque ella, al fin, además de sus borracheras, descubrió sus infidelidades. Así que en secundaria fumé, en la preparatoria bebí, y en la licenciatura aunado a los vicios anteriores, le agregué el deseo de ser escritor.
Miro el salón, nostálgico. En una esquina Sebastián, delgado y moreno, discute con Manuela, niña de ojos redondos y saltones. Él admite algo de lo que dice ella, pero Manuela lo manda al carajo. Toman la calculadora, multiplican, suman, dividen, o restan. El resultado es el mismo. Me miran. “Tenemos duda”, dice Sebastián. “¡Mentira!”, contraataca Manuela. “Él tiene duda. Yo no”. Sebastián me mira avergonzado y yo le guiño un ojo dándole a entender que no pasa nada. Sonríe.
Continué la escuela porque no tuve alternativa. El psicólogo dijo que yo atravesaba por una situación difícil debido a la separación de mis padres, y sugirió regresar a consulta cada mes. No volví. Pero regresé a la escuela para “aprender las lecciones” y sacar seis en los exámenes. Mi madre y mis abuelos, de rodillas, dieron gracias a Dios por mi regreso a la normalidad, mientras que yo me hundía en un mar de incomprensión y soledad. Ni modos, el que no saca diez en la escuela, termina de loco frustrado, me digo en silencio mientras observo a Cañas que está de lado izquierdo del salón. Es delgado y pálido. Sentado, sus pies no alcanzan el piso. Los columpia. Me mira de soslayo, sonríe y sigue leyendo Un Dulce olor a muerte. El pequeño aventaja a sus compañeros de manera académica y en malicia. Practica con esmero, dentro y fuera del salón, los siguientes conceptos: verga, pendejo, puto, y mampo. Creo que en el fondo él y yo nos parecemos demasiado, en lo rebelde, claro.
Mi obsesión por ser vago no cesó. Debajo de la imagen de niño estudioso, había un diablo. Así que para calmar el llamado de mis demonios, me refugié en los libros que los abuelos me dieran. Me gustaron los dibujos, el aroma a papel, la textura de las hojas, la dureza de las tapas, los colores, y cuando supe leer de corrido, las historias. Los libros me incitaron a la rebelión, pienso sarcástico cuando recuerdo que nunca vi maestro con un mamotreto en la mano, sólo que, por las calles agrietadas, sucias y angostas de mi pueblo, los maestros, ojos achicados y rostros encendidos, toreaban perros, niños y animales, bien bolos. Tecpatán, pueblito de chozas de bajareque, era un gran exportador de teporochos, y mi madre, delgada y chaparrita, peleó con uñas, dientes, crucifijos y rezos para que aquella flojera de pueblo no me absorbiera, y me mandó a trabajar. A diferencia de Marco Aurelio Carballo, (periodista y escritor) que vendió periódicos, yo vendí pan. Ni modos, el que no trabaja no come, recuerdo que decía mi madre mientras acaricio la incipiente barriga de tinaja que empieza a crecerme.
La escuela fue un suplicio. Los alumnos, para entrar al colegio, librábamos un pasillo donde la mirada de hierro del direc nos hacía polvo. Después, a nuestras espaldas, se cerraba un portón enorme, oxidado, y un silencio espectral sepultaba la primaria, mientras que cada maestro, atrincherado como lobo hambriento en espera de una liebre, esperaban en la puerta del salón para revisar el uniforme. En cambio aquí los niños parlotean y copian, comparo. Cañas y Julio leen. Miguel Lucio, alto, delgado, moreno, y ojos vivarachos, visita a todos. En especial a Jerónima: niña delgada y alta, de cabello negro, y mirada alegre. Está enamorado de ella, pero no sabe cómo decírselo, según me platicó. Le sugerí una carta, pero Miguel tiene una redacción pésima que de seguro Jerónima no entendería una letra. En fin, cosas de la escuela: yo también me enamoré. Marthita era alta y de pelo lacio. Sus ojos eran pequeños y los labios delgados. Ella sabía leer y sacaba diez en los exámenes. Yo era de seis y tartamudeaba las frases. Marthita iba para estrella de televisión y yo para vago. A ella le gustó la escuela y a mi no. Un día, en prueba de mi amor, le di un reloj Times fajilla de hule, y más tarde, cuando fui a su silla, chalupa y pau-pau en mano, ella, sonriente, ojos chispeantes, ametrallando con palabras, me comunicó que era la nueva novia del Gordo, un niño moreno, ojos saltones, y panzón. La odié, y por la tarde, frente a su madre, le cobré el reloj.
Miguel Lucio va bien. No se precipita. Sólo la mira y le sonríe. Sin embargo, el problema mayor es que Jerónima sonríe con Julio, niño pequeño, peinado a la Benito Juárez, tez blanca, y escritor de cuentos. En fin, otra historia de amor a espaldas de la escuela.
En la primaria aprendí a leer y a escribir, pero a las historias, las creí aburridas. Educación Física era otro cantar. Correr, jugar fut, basquet, o darle vuelta a la cancha como autómata era preferible a escuchar las aburridas historias de Cristóbal Colón y su “gran descubrimiento” por descuido. Así que hoy, lo mínimo que puedo hacer, es repartir libros. En el extremo derecho está Mario, el más alto. Es moreno, ojos rasgados, y cara picoteada por el acné. Lo descubro chupándose el moco. Siento vértigos, me muerdo los labios, tenso el cuerpo, me levanto, todos me miran, él en especial y su mirada pareciera decir: “No chingue profe. El moco ta’ chido. ¿Quieres un poco?”. Lo miro desafiante, y él, cínico, con el índice escarba sus fosas nasales, mientras una mucosa oscura resbala sobre su dedo. No aguanto más, vuelvo sobre mis pasos.
Repuesto del asco, observo a todos. Algunos ya terminaron. Consulto el reloj. De seguro van a recordarme el receso, pienso. A esa hora, frente al portón, las señoras vendían chalupas, manguitos salpicados con chile en polvo, chicharrones crujientes bañados en salsa roja, pepinos con limón y sal, refrescos embotellados, jícamas y tacos dorados. Más allá, detrás de las rejas, mi madre me esperaba con una jarra de limonada y plátanos hervidos . Los niños me observan en silencio. Cañas y Julio cerraron el libro. Miguel Lucio se aparcó en su silla, Jerónima cruzó las piernas y observa, tímida, a Julio que le sonríe. Suspiro. Terminé la escuela como estudiante y volví a ella como profesor. Sigue sin gustarme. Y de pronto, justo cuando voy a levantarme, todos, a una voz, gritan: “¡Receeeso!”, y frente a mí, como manadas de búfalos, salen en estampida. Sonrío, lo mismo hice de niño. Minutos después sólo queda una soledad que dan ganas de llorar. Me levanto, observo de izquierda a derecha. Cierro con llave. Vuelvo a la silla, me acomodo y tomo un libro. En un rato los niños volverán y no podré leer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola. Aquí puedes dejar tus comentarios.