lunes, 4 de julio de 2011

Hombres en extinción

Vine a Comitán porque Rita, mi esposa, lo decidió. Quizá el frío te inspire para escribir, dijo. Lo cierto es que a Eduardo, nuestro bebé, le agradó el clima. No llora y duerme como un oso en invierno. A Rita también le favoreció el frío. Al fin luce sus dos suéteres de estambre y duerme la mayor parte del día. En cambio Tuxtla era un infierno, en palabras de Rita. Es como una olla hirviente donde la gente se calcina al calor del sol. Todo es agitado. Las calles, atestadas de coches y personas, son como venas hinchadas a punto de reventar mientras que el centro, asfixiado como un corazón con triglicéridos, estalla entre cláxones y gritos. Aquí por lo menos nos saludamos entre vecinos y se vive en calma.
Vivo en el fraccionamiento Monte verde, en una casita rectangular con dos recamaras y una sala comedor. Me gusta porque a las casas los divide una barda de 30 centímetros de altura. De esa forma sabemos cómo somos y qué hacemos los habitantes. Frente a mi casa viven cuatro mujeres. Una es chaparrita con el pelo pintado de rojo y las raíces negras. La otra es alta, gorda y con una nariz ganchuda. La tercera es delgada con las piernas firmes y esbeltas. Tiene la piel blanca y la cara bonita. La última es una vieja arrugada y amarilla como una hoja seca. Beben a diario y escuchan a los Temerarios. Una tarde, cuando lavaba los pañales de Eduardo, oí que dijeron están resentidas con los hombres. Dicen que somos unos hijos de la chingada, putos, pocoshombres y cobardes. Que sólo las buscamos para el “acostón” y luego las votamos como a un objeto. Mientras decían esto yo me iba sintiendo más mandilón, pues no es fácil mantener la frente en alto ante la mirada acusadora de cuatro mujeres resentidas y uno en chinga con los pañales del hijo y las blusas y los pantalones de la esposa. Para cuando dijeron que los hombres éramos unos pendejos que pensamos con la entrepierna, entre una cucaracha y yo, no había mucha diferencia. ¿Y porqué pienso eso?, me dije para recuperar la confianza, si yo, Ornán, el hombre que barre, trapea la casa, lava los trastos y la ropa de su mujer, que escucha música clásica y lee y escribe por las noches, bien podría ser parte de una galería titulada: Hombres en extinción. Pensar esto me inspiró confianza y al instante inflamé el pecho y levanté la cabeza como un caballo amaestrado, y en el momento que empezaba a sonreír de oreja a oreja, Rita, cigarro en los labios, pelo revuelto, playera raída, y ojerosa, salió y me gritó:
“¡Qué!, ¿aún no terminas con la ropa?
Mis vecinas, en especial la de piernas largas, me observaron como si presenciaran la masacre de un sapo y rieron en silencio. Rita las vio retadora y yo balbuceé:
“Ya casi”.
Mi esposa dio una fumada larga y entró porque Eduardo lloraba. A prisa enjuagué la ropa y la seguí como perro con la cola entre las patas. Del otro lado de la barda escuché:
“Pobre pendejo”.

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