Eduardo en Chinkultin |
Nos quedamos para
ver al ginecólogo y saber de ti. El médico era de piel blanca, cara robusta y voz
grave.
—
¿En qué puedo servirles?—, preguntó al recibirnos.
Tu
madre, alta y panzona, tartamudeó.
—Eh…
me mandaron del ISSTECH —, y extendió un pase médico.
El
ginecólogo tomó el papel, y mientras lo examinaba, preguntó:
—
¿Tiene dolor?
—No —respondió tu madre, y con la
barbilla señaló los zapatos del médico que semejaban cuernos de rinocerontes.
—Bueno
hace rato tenía molestias, pero ya no — continuó mamá con una sonrisa en los
labios, y al instante recordé que un día yo me puse un par de zapatos parecidos
al del médico, y tu mami, maliciosa, no paró, en una semana, de llamarme
Aladino.
El
médico seguía con la mirada en el papel, ajeno a las burlas contra sus zapatos
brillosos. En el consultorio había estantes con libros de medicina y psicología.
Sobre el escritorio una computadora e impresora. Frente a la maquina una silla acojinada.
Y al fondo un cuartito con aparatos médicos. Desde una esquina un ventilador revolvía
el aire caliente.
Tu
mami vestía pantalón de mezclilla y una blusa blanca, holgada, que dejaba a la
vista una pancita de cuatro meses de embarazo.
—Pase
por aquí—, dijo el doctor poniéndose en pie y meneando el trasero como un pato
rumbo al cuartito de los aparatos.
—
¿Cuántos embarazos ha tenido? — le indicó a tu madre se recostara sobre un
sillón.
—Es
el primero — respondió ella.
El
doctor anotó en un papel.
—
¿Es alérgica a algún medicamento? —preguntó.
—No—respondió
tu madre mientras se descubría el vientre.
El
médico anotó.
—Voy
a hacerle un ultrasonido— dijo.
Untó gel al vientre de tu mami, cogió un
aparato en forma de pistola y lo deslizó sobre la panza. Yo me mordía las uñas mientras
observaba.
—
¿Qué quiere, niño o niña?—, preguntó el ginecólogo.
Tu mami, nerviosa, respondió:
—Lo que Dios diga.
—Lo que Dios diga.
Ni madres, pensé rencoroso. En todo caso el que debe
desear niño o niña soy yo, no
Dios. Él no va a criarlo,
comprarle pañales, leche, educarlo o desvelarse. De seguro deseas niña, canija, y no quieres decírmelo. Si
es así, yo quiero niño.
Entonces,
desde mi esquina, quise gritar ¡Quiero niño!, pero apenas emití un gruñido de
perro apaleado que nadie escuchó.
El
médico deslizó el aparato sobre el vientre de tu mami de distintas maneras y
por distintos lados, hasta que apareciste. Vi tu cabecita, tus manitas, tus
huesos, tus piernitas. Luego el ginecólogo pulsó un botón de aquella pantalla y
observé tu sangre irrigada por todo tu cuerpecito. Después, a través de unas
bocinas, escuché los latidos de tu corazoncito.
—Es
un varoncito—, dijo el médico como si hablar le gastara la voz al grado de
quedarle un susurro inaudible.
Al
escuchar aquella noticia sentí deseos de salir corriendo y gritar: ¡Voy a hacer
padre de un niño! Sentí mi corazón latir de prisa. Quise llorar, tirarme de
espaldas, saltar, desmayarme. La suerte estaba echada. Eras niño y te llamarías
Eduardo. El nombre lo discutimos con tu madre meses atrás. Si hubieras sido nena,
te llamarías Ximena, pero eras nene y eso era lo que importaba.
Allí estabas, nadando en un mar de líquido
amitótico. Deseé tenerte en mis brazos y arrullarte. Pero el médico rompió
aquellos pensamientos al imprimir tus imágenes y ordenar a tu madre subirse el
pantalón. Observé por última vez a la apantalla e interpreté el movimiento de
tus manitas como un saludo de amigos. El médico dio cita para un mes y nos
despidió.
Salimos
de aquel consultorio y lo primero que dije a tu mami fue que el médico era un
perfecto pendejo. Ni siquiera sonrió, mucho menos te alagó, bebé.
Abracé
a tu mami, te dirigí unas palabras y un abrazo. Nos dirigimos a la terminal de
las combis a Palenque y subimos a una.
Hace
más de cuatros horas que llegamos a la comunidad y no para de llover. Hace
frío. Tu mami duerme, pero que tú no, pienso. Me observas mientras escribo
estas líneas y fumo.
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