La caja voladora en Morelos, La Trinitaria, Chiapas.
Alumnos dibujando.
Sol enojón.
Hombre y mujer sexi.
El árbol de la discordia.
Pintando.
Paisaje.
Mi comunidad.
Árbol de la vida.
Historia uno.
Paisaje dos.
Mi casa.
Historia dos.
Historia tres.
Historia cuatro.
Contando historias.
Erase una vez.
Te cuento una historia.
Imagen uno.
Imagen dos.
Imagen tres.
Imagen cuatro.
Docentes de la Telesecundaria.
La caja voladora en Morelos.
Experiencia 5.
Ornán Gómez.
Lunes 17 de octubre de 2011.
Leer en voz alta es involucrar el corazón. Muchos
piensan que compartiendo lecturas es como se va a lograr un mayor número de
lectores. Yo pienso que no. Leer en voz alta es un regalo. Un momento donde los
alumnos olvidan las clases. Un espacio donde podemos divertirnos leyendo.
Formar lectores es una responsabilidad que le compete a cada docente y a cada
padre de familia desarrollar en sus ámbitos correspondientes. Por mi parte,
como cuentacuentos, si puedo llamarme
así, sólo trato de amenizar la vida de los jóvenes. Yo no formo lectores,
promuevo la lectura en voz alta. Mi oficio es compartir lecturas y libros. A
veces, platicar de lo que los jóvenes hacen en las aulas con los libros. Si
logro que los alumnos rían, callen, estén a la expectativa de lo que va a
pasar, de que ellos mismos se den la oportunidad de escuchar una historia,
estoy del otro lado. Si no, debo pensar seriamente en hacer otra cosa.
Lo anterior lo comprobé cuando estuve en la
Telesecundaria de Morelos. Al iniciar las actividades vi que algunos jóvenes no
se interesaban en los trabajos. Aquello representó un golpe bajo a mi
autoestima. De las escuelas que llevaba visitando, en ninguna me había pasado
esto. Aquí los alumnos hablaban y decían chistes. Muchos no quisieron hacer las
actividades. ¿Por qué pasa esto?, pensé. Aquellas risas y chistes a mí me
decían algo: los jóvenes tenían miedo a mostrarse tal y cual. Una forma de cómo
evadirse de uno mismo es mostrando una actitud de desinterés, me dije. En
ocasiones, cuando fui estudiante, yo hice lo mismo. A los jóvenes, reflexioné,
les cuesta participar porque tienen miedo a exponerse ante los demás. En otras
palabras, temen a que les digan que lo que hacen está mal. ¿Y de dónde nace
esta idea? ¿De la escuela, de la iglesia, de la familia? Si al ser humano lo
dejaran actuar en completa libertad, es decir, sin decirle que esto o aquello está
bien o mal, el hombre sería un ser más seguro de lo que piensa y hace.
Las primeras actividades fracasaron. Cuando leí en
voz alta, muy pocos pusieron atención. La mayoría hablaba y reía. Qué pasa,
pensé. Les propuse, para mantenerlos ocupados, pintáramos. Quizá esto lo
relaja, me dije. Sin embargo, pocos lo hicieron. Los que no pintaban, sólo
miraban y reían. No niego que esta actitud me desalentó. Quise tomar mis cosas
e irme. Salir de ahí. No saber nada de aquel grupo. Sin embargo insistí. Los
pocos que trabajaron lo hicieron bien. Con dedicación. Con alegría. A cada grupo
los iba motivando a seguir. Diciendo que sus dibujos eran excelentes. Y en
verdad lo son. Imágenes bellas que hablan por sí solas. Colores llamativos
conviviendo en la blancura de un papel bond. Y es que lectura y dibujo no deben
estar distantes. Una lleva a la otra. Las imágenes a las palabras y estas a las
imágenes. Creo que a partir de ellas las personas podemos revelar mucho de lo
que somos y pensamos. Así que a pintar, me dije. Y seguimos.
Creo que mostrarme amigable ayudó. Poco a poco se
fue creando un ambiente alegre. De risas y trabajo. Los que al principio se
negaban a participar lo hicieron. El temor fue desapareciendo. A todos les
propuse pintaran como pudieran. Aunque la idea central era que hicieran una
historia con dibujos, si pintaban sólo rayas o puntos o círculos estaba bien. Lo
importante era pintar. Lo anterior me hizo pensar en la educación que recibe un
alumno de ciudad, por ejemplo. Distamos mucho. Mientras que aquí se hace una
historia con dibujos, allá se crea con una computadora. Sin embargo, algo común
es que a ambos, supongo, ciudad y comunidad, me refiero a alumnos, les cuesta
hablar de un tema específico. Es decir, que los jóvenes argumenten sus ideas y
pensamientos en hechos reales o al revés. Hablar, a mi manera de ver, es conjugar
sentimientos, emociones y conocimiento. Y es ahí dónde está el detalle, dijera
Cantiflas. ¿Por qué? Quizá porque en las escuelas no se enseña eso. El que
habla siempre es el docente y el que escucha siempre es el alumno.
Después de que cada equipo terminó su dibujo, lo
expusieron. Nos contaron la historia. Aquí algo cómico. A todos les dio pena
posar para la cámara fotográfica y de video. Se escondían y algunos dejaban de
hablar. Se notaba estaban nerviosos. Aquellos aparatos los amedrentaba. Después
de que los docentes platicaron con ellos, accedieron. A estas alturas de las
actividades, los jóvenes estaban más atentos de lo que hacíamos. Si hacían
bromas, no causaban disturbios. Es más, bromeé con ellos.
Lo sorprendente fue cuando me despedí, ellos no
querían que me fuera. Pidieron otras actividades. Dijeron que las que habíamos
hechos les gustó. Ahora el grupo se veía alegre y en confianza. Más
participativos. Accedí. Formamos un círculo. Luego hicimos ejercicios de
respiración. ¡Sorpresa! Todos lo hicieron. Pedí silencio. Las respiraciones
eran suaves, apacibles. Después solicité cerraran los ojos y pensarán en algo agradable.
O algo que no les gustará. Lo hicieron. Después la música. Una mezcla de
sonidos instrumentales. Suspiraron. Tenían el rostro serio, meditabundos. Cómo
si pensaran en algo o estuvieran en un lugar distinto al salón de clases. Algunos,
con movimientos de cabezas, siguieron el ritmo de la música. Otros se quedaron
quietos, inertes. Pensando, quizá. Al terminar la música aún seguían
meditabundos. Antes de que hablaran, arremetí con un pasaje de mi vida. Mi
infancia. Aquello que produjo tristezas. La importancia de tener un buen amigo.
Un padre y una madre. Aquello terminó por aplacarlos. Vi que muchos pusieron
caritas tristes. Con ganas de llorar, pensé.
Quizá muchos de ellos atraviesan por problemas
familiares por falta de papá o mamá, o sufren violencia familiar, y la forma,
la única, no hay otra, en cómo olvidan todo aquello, aunque sea por un rato, es
con el relajo y las risas. Para mi sorpresa, algunos, los más rebeldes al
principio, hablaron. Dijeron que las actividades les gustó y que deseaban yo
volviera pronto. Fue el punto más intenso en mí. Supe que mis actividades
funcionaron. Y sobre todo, pude conectarme con los jóvenes. Ahora eran mis amigos.
Quizá si los docentes, pensé cuando viajaba de
regreso, enfocáramos más la atención a fortalecer el aspecto afectivo y
emocional de los jóvenes, las cosas podrían cambiar. Por lo menos nos
volveríamos amigos.
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