miércoles, 16 de noviembre de 2011

Carta a mi hijo



Eduardo, eres ternura y sencillez. Pureza e inocencia. Un bebé de dos años y siete meses. Sabes, cuando sonríes mi corazón vibra. Mis sentimientos afloran y tengo deseos de llorar. De apretujarte. Y es que con esos cachetes redonditos y suaves, y esa pancita blanca, te asemejas a un osito.

Antes de ti, yo no sabía para dónde ir. Qué hacer con mi vida. Era un barco de papel arrastrado por el corrental. Las noches la pasaba en bares y en calles más desoladas que un mendigo. Quizá lo que buscaba era olvidar la misma vida por allí, en alguna calle, o sobre una mujer desconocida en un motel. Ahora puedo decir que yo, tu padre, estoy hecho de historias. Soy el resultado de todas ellas juntas. Para estar aquí, quieto, bebiendo café, frente a la computadora, tecleando, tuve que atravesar por muchos momentos y espacios que determinaron este instante.

Pero volviendo al tema, Eduardo, quiero ser tu amigo. Te ofrezco mi amistad y mi corazón. Prometo estar siempre a tu lado. Defender tus ideales sin importar estén bien o mal. Para mí serán los correctos, porque a partir de hoy yo creo en ti, y lo haré siempre. Sin embargo, amigo, te advierto una cosa. Allá afuera, en las calles, en los parques, en las ciudades, donde quiera que habiten personas, existe una fuerza que los obliga, no a todos, a practicar maldades. Y es que la maldad tiene su origen en el poder. En la ambición de ser más que los otros. En la necesidad de someter al prójimo a sus ambiciones. Por eso tú deberás aprender a vivir. Ser diferente. He de decirte que los seres humanos, en la ambición de obtener poder, son capaces de matar. De quitar la vida a otro. Hoy en día se habla de todo. Asesinatos, secuestros, hambre, crisis económicas, políticas, y de valores, así como desastres naturales, por mencionar algo. Tú debes aprender a vivir con ello. Quizá el mundo que te toque vivir sea más agresivo. Más peligroso. La muerte acechara en cada minuto, cada rincón, con cada paso, pero será una muerte premeditada. Planeada. Los otros, aquellos seres miserables que se contentan con el poder, sean políticos o delincuentes, tratarán a toda costa de controlar nuestras vidas. Tú no debes permitir que nadie te controle. Se tú mismo. Sigue tus instintos.

Hijo, tú tienes la obligación de no ser igual a ellos. Tendrás que conservar tu diferencia a todo riesgo. Lucharás, si es necesario, contra todos. No temas nunca decir lo que piensas y sientes. Defiende tus ideales. Encaja los dientes y uñas en lo que crees y hazlo valer. Sólo así se es genuino. Original. Un hombre. Tendrás en su momento la responsabilidad de cambiar las cosas. El mundo, dicen. Pero eso es una tarea grande. Yo te invito a que hagas cosas más sencillas. Chiquitas. Por ejemplo, ayuda a los que puedas. Siempre ten palabras de ánimos para todos. Nunca te quejes de los demás. Ante todo, trata de comprenderlos. Ámalos en la medida que puedas. Nunca juzgues ni critiques a nadie. Cree en la palabra de tu prójimo, aunque él mismo no crea en él. Siempre está dispuesto a escuchar. A ayudar y a compartir.

Quizá, al igual que yo, dirán que estás loco. Y tal vez tengan razón, pero lo que ellos no saben es que haciendo estas cosas somos felices. Sí, la felicidad está en hacer cosas que nos gusten. Sólo haz lo que te guste, y no hagas cosas por imitación.

Quizá cuando leas esto, yo esté muerto. En otro lado. En otro tiempo. En otro espacio. Pero mi ausencia no debe ser pretexto para llorar. La muerte, hijo, sólo es un peldaño de la vida. Un misterio, dicen. No le temas. Amala. Aprende a quererla. A respetarla. Es la que determina nuestra estancia en la tierra. Por ello, aquellos que la obligan a adelantarse, se condenan solos.

La muerte es para todos. Pequeños o grandes. Entonces, hijo, hay que prepararse para morir. Hacerlo de la mejor manera. Como un hombre de luz. Inigualable. Morir de pie. Aceptando nuestro destino. En esta vida estamos a expensas de ella. Por ello te digo, si yo me adelanto, no llores. Recuérdame, sí. Si tú te vas primero, te recordaré y mucho. Tal vez llore. Sin embargo, te dejaré ir. Un día volveremos a hallarnos con otro nombre, otras memorias, otras formas, en otro mundo. Lo mejor de todo, es que aquí, en este lugar llamado tierra, tú y yo coincidimos. Nos conocimos, pué. Yo te he visto crecer y balbucear tus primeras palabras. Y ello, hijo, lo disfruto enormemente. Me haces sentir un ser especial. Un niño. Te prometo que cuando despiertes jugamos a los caballitos.  

Otra cosa, hijo. Deberás leer. Allí, en los libros, hallaras fuerza e inteligencia, así como humildad. Busca siempre estar cerca de un buen libro. Algo encontrarás. La lectura te llevará a tomar conciencia de las cosas. De lo que somos. Te permitirá conocer que nadie, hijo, así sea el más poderoso de los mortales, tiene la verdad y la razón. Sólo, entre los hombres, podemos coincidir en ideas. Los libros te llevaran a viajar. A investigar. A soñar. Hazlo. No te detengas.

Y si en algún momento dudas de todo, no te preocupes. Es normal. Cuestionar todo es una prueba de que las cosas que se dan por hechas y verídicas no nos convencen. Ni nos llena el alma. Es necesario nuevas preguntas, para nuevas respuestas. Entonces tú, hijo querido, estarás a punto de arribar a un nivel de conciencia y de pensamiento que muchos no tienen. Y ello será transcendental para tu vida. Empezarás a ser un hombre. Y entonces, donde yo esté, te amaré más.

Te hablo así hijo, porque creo que esa la manera en que debemos hacerlo. Tú, aunque pequeño, eres un ser que piensa por sí mismo. Y eso es digno de respetarse. Y lo hago. Ahora, si algún día decidieras no hacer caso de lo que aquí digo, se vale. Estarás trazando tu propio camino y eso es motivo de aplausos y de alegría. Y si la vida me alcanza para verte, allí estaré, a tu lado. Y si la vida se termina antes, Eduardo, sólo recuérdame. Que el regalo más bello que pude tener en este mundo, eres tú.

Ornán Gómez, tu padre.
Comitán, Chiapas a 16 de noviembre de 2011.
11.02 p.m. 

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