El tunel, las Nubes, Chiapas |
Escritorios y
sillas. Sobre las mesas pilas de papeles y folders; también calculadoras,
máquinas de escribir, botes con lápices, lapiceros y clips. Detrás de ellos
estantes con carpetas ordenados por colores. Dentro de los folders más hojas. A
un costado, una mesa con un computadora conectada a una impresora. A un lado un
bote de basura.
El día empieza
cuando los papeles y los folders empiezan a moverse. Aquí, allá. Buscan un
lugar diferente dónde acomodarse. Más allá, la computadora y la impresora,
manipulado por el secretario, tragan y escupen datos. Después la Instrucción.
Haz esto, mejor aquello, ¡no!, espera, haz esto otro, ¡rápido, es para hoy!,
aguarda, hazlo así, ponle esto, el documento debe iniciar así, ¡no!, ¡así no!,
es como te digo, anda, ¡rápido!, tengo prisa. Un dolor agudo empieza a gestarse
en mi cabeza. Mis músculos se tensan. Todos, al igual que yo, miran al piso. Se
hace lo que se puede, pienso, mientras la Instrucción sigue con las órdenes.
Sólo oírla pone los nervios a reventar.
Inmersos en
esa rutina el día se escurre como agua entre los dedos. Las horas gotean del
reloj. Se pierden. Desaparecen. Los minutos se esfuman.
El dolor se
acentúa en mi cabeza. Tengo los hombros tensos. Como alambres atirantados. Los
nervios me provocan malestar estomacal. Sufro de gastritis y colitis nerviosa. La
Instrucción sigue, allá, al lado del secretario, gritando órdenes. ¡Anda, date
prisa, hazlo así!, ¡no!, ¡mejor de esta forma! Al secretario le suda la frente,
mientras teclea sin misericordia. Tiene una mueca de desesperación. La Instrucción,
hombre o mujer, siempre debe dar órdenes, pienso. Su trabajo es eso. Ver como máquinas
a las personas. Exigirles hasta reventarlos.
En un minuto,
para huir de los papeles, imagino un cigarrillo. Una taza de café con mucha
azúcar. A mi lado una mujer recién bañada y mis manos recorriendo sus muslos
firmes. Ella sonríe. Con una señal de cabeza me anima a seguir. A hurgar su
intimidad. Sin embargo, la voz de la Instrucción me saca de mis pensamientos. ¡Apúrenle!,
hagan esto y eso, también aquello, dejen listo esto para mañana, avancen, ¡no
se detengan! Con nerviosismo ordeno mis papeles. Elaboro oficios. Firmo solicitudes.
Me duele la espalda. También las nalgas. La Instrucción tiene una voz fría,
metálica. Camina de un lado a otro como fiera enjaulada.
El día en la
oficina casi termina. Se cierran las carpetas. Los papeles vuelven a su sitio. La
computadora se apaga, muere. La impresora descansa. Bostezo. Me estiro. Es hora
de un cigarrillo. Limpio el escritorio. Me despido. Salgo a la calle. Llueve.
Aspiro el aire fresco para disipar el dolor que amartilla mi cabeza. A mi
espalda la oficina se cierra. Del otro lado de la puerta, la Instrucción dice:
“Hasta mañana, muchachos”. Hasta nunca pienso yo, mientras enciendo un
cigarrillo y dejo que la lluvia bañe mi rostro. Mañana, a la misma hora,
volveré.
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