Señor Antonio, Principal de Suluphuitz, y esposa |
¿Por qué nos conocemos tan poco, por qué nos pasamos la vida tratando de cubrir apenas nuestras necesidades más apremiantes, por qué cuando somos capaces de amar en vez de construir destruimos, por qué cuando nos llega la madurez y empezamos a crear ideas, a gozar el arte, a narrar nuestras vidas, a comprender casi todas las cosas de este mundo y de los otros, nos llega la muerte?
Francisco Blanco Figueroa
La condensa se bebió el instante
El mundo actual sufre y está en crisis. Se pierden los valores humanos, no se cree en los discursos políticos y la desconfianza en las instituciones públicas es latente. A cambio hallamos violencia, corrupción y muerte. Lo anterior es el sello de la cultura que impera en estos momentos del siglo XXI. ¿Y por qué? El ser humano dejó de creer en sí mismo. Su vida está condicionada por la superficialidad que imponen los medios de comunicación y la rutina de las ciudades. El individuo dejó de pensarse como humano y a cambio acepta, sin respingos, que el sistema actual borre sus emociones y sentimientos que lo caracterizan como persona. Actualmente impera la cultura de la pasividad, de la agresión, de la indiferencia y que contrasta, de manera drástica, con las culturas indígenas.
No siempre fue así. Basta con echar un vistazo al pasado para saber que las culturas prehispánicas tenían en qué creer: en el cosmos. ¿En qué creen los hombres hoy en día? El ser humano actual cree sólo aquello que los medios de comunicación informan. Sin embargo, aún existen personas que tienen la posibilidad de conservar sus tradiciones y costumbres, lenguas autóctonas, ideas y pensamientos propios que la caracterizan como cultura. Me refiero a las comunidades indígenas, en especial a los tzeltales de Suluphuiz[1], ubicados en el municipio de Chilón, Chiapas.
Cada cultura desarrolla sus propias creencias y concepciones acerca del mundo, lo cual es respetable. Sin embargo, también es cierto, que aquellos que ostentan los poderes políticos y económicos, basados en los medios de comunicación e información, buscan imponer una forma de pensar, lo cual es decisivo para que el sistema político, económico, educativo y cultural, funcione. Uno de los objetivos centrales de cualquier grupo en el poder es borrar las diferencias culturales e intentar estandarizar una sola cultura. Como ejemplo de ello basta reflexionar sobre el lenguaje que en México se utiliza como nacional: el español. ¿Con ello no se excluye al resto de las lenguas autóctonas que por su naturaleza, y determinados por procesos históricos, al igual que el español, requieren el reconocimiento y respeto a ser escuchadas?
Visto así, México libra otra batalla. La imposición de una cultura respaldada por el lenguaje del español hacia las otras culturas que no utilizan este lenguaje. Al imponerse un lenguaje, sea el que fuere, va implícito, en el sometido, la renuncia a sus formas de sentir, pensar e interpretar el mundo. Sin embargo, tampoco planteo el hecho de que las comunidades indígenas no hablen español. Al contrario, tienen que apropiarse de ese lenguaje, pero sin renunciar a sus lenguas maternas, pues ello es el distintivo de su cultura.
Al referirme al lenguaje quiero enfatizar sobre la importancia de este, pues es a través de la lengua como se trasmiten ideas, creencias, costumbres y tradiciones; además sirve para expresar sentimientos o emociones aprendidas en la cultura. Cuando una persona renuncia a su lengua materna, está renunciando a su identidad. Y entonces entra en crisis. Pierde el sentido de su vida.
Para clarificar lo anterior vale a cuenta lo siguiente. Durante mi estancia en Suluphuitz, comunidad sin calles y casas hechas de tablas, hallé una serie de conocimientos que hicieron replantearme mi formación profesional y personal. Ejemplo. Lo que para un religioso es el espíritu, para el hombre tzeltal de Suluphuitz, se le llama ch’ulel. ¿Y qué es? Basándome en las explicaciones de don Antonio Hernández, el principal de la comunidad, el ch’ulel representa “lo otro sagrado”, del hombre. Esta idea es común en la cosmovisión tzeltal y puede verse en distintas cosas. Para decir cielo, se pronuncia “chu’lchan” que podría definirse como lo otro sagrado de la tierra. Es decir, la otra parte de la tierra. En el caso del ser humano, sería la otra parte del individuo. El hombre tzeltal se constituye por dos partes: aquello que puede verse y lo que no. Lo segundo corresponde al contexto espiritual. A lo intangible. Sin embargo, según don Antonio, ambas entidades (lo visible e invisible) pueden interactuar si el hombre es capaz de conocer a su ch’ulel, lo cual sólo pueden hacerlo los hombres de conocimiento o principales.
El ch’ulel está constituida por tres entes. Según don Antonio Hernández el primer ente se le denomina pájaro del corazón, denominado así por su forma. A esta avecilla hay que cuidarla porque si alguien logra apresarla, la persona enferma. La segunda entidad es el genuino chu’lel y es donde se gesta el carácter, el lenguaje y los pensamientos. El tercer ente se le denomina lab o poder personal. Los tres entes que conforman el chu’lel habitan en el corazón que es el lugar donde radica la vida del hombre tzeltal. Sin embargo, el último, el lab, habita en el corazón del hombre y en el exterior. Afuera tiene forma de animal y muchos lo conocen con el nombre de nahual. A este es posible conocerlo, dice don Antonio. Y es entonces cuando se hace un pacto entre hombre y animal. Ambos deben cuidarse de los demás. Sin embargo, sólo pueden conocer su poder en animal las personas destinadas a mandar o a ejercer algún poder en la comunidad.
La finalidad del hombre tzeltal de Suluphuitz es cuidar y contentar el ch’ulel. Si en algún momento “lo sagrado” enferma, la persona también. Y si por casualidad muere, el ch’ulel de esa persona será devorada por el poder (lab) de otras personas. Sin embargo, si el ch’ulel es de una persona de poder, este volverá a su estado natural que es el cosmos. Para que la persona pueda sanar, intervienen los rezadores que negocian con los “dadores de enfermad”. Para ello es necesario ofrecer incienso, aguardiente, comida y música, pues los “dadores de enfermedad” gustan de estos regalos. ¿Y quiénes son los dadores de enfermedad? Según don Antonio, los dadores de enfermedad son aquellas personas que logran conocer su poder personal o lab (nahual) y aceptan su destino como dadores de enfermedad. Existen poderes buenos y malos. Aquellos quienes enferman y quienes curan. Los seres que tiene poder para enfermar son los mismos que gustan cazar a la avecilla del corazón, pues se cree que este pájaro sale a recorrer el mundo por las noches mientras las personas duermen. Si durante el sueño el ave es capturada, la persona despertará enferma, por lo que en vez de consultar a un médico, los indígenas tzeltales acuden a un principal o persona de conocimiento.
La educación de los hijos redunda en torno al cuidado del ch’ulel. Desde pequeños a los hijos se les inculca el respeto. No sólo a las personas mayores, sino también a los de su edad, al más pequeño, a la palabra del otro, a la forma de pensar de los demás, a la tierra, al árbol, al agua, a las cuevas, a los ríos, al viento, al rayo, al cielo, etc. Cuando investigué por qué la insistencia en respetar a la naturaleza o a las manifestaciones físicas, don Antonio me dijo, “Creemos que todo lo que nos rodea posee un ch’ulel, y nosotros debemos respetarlo”. Ciertamente, después de aquella explicación descubrí que los tzeltales de Suluphuitz consideraban que en el agua, en la tierra, en el aire y en el fuego, habitaban espíritus distintos. Por eso antes de sembrar, entrar a una cueva, nadar en un río, cortar un árbol, todos, mujeres, hombres o niños, tenían por obligación solicitar permiso al espíritu que habita el lugar.
Lo anterior muestra una de las formas de practicar el respeto, que no aplica en el mismo sentido que en las ciudades. Otro ejemplo es la forma de hablar. En las ciudades, azuzados por la ira o la prisa, las personas refieren palabras sin pensar en las consecuencias de estas. En los tzeltales de Suluphuitz, la palabra está provista de lo sagrado. El hombre tzeltal cuida lo que dice. No habla por hablar. Por eso es común ver siempre a un indígena callado, pensativo. Según don Antonio Hernández, antes de hablar hay que pensar bien las palabras a pronunciar. Las palabras tienen vida. Si alguien de nosotros, me dijo el anciano, habla con la intención de procurar daño, aunque después uno se arrepienta, perjudicaran. Las palabras, al ser pronunciadas, adquieren vida e irán en busca de la persona contra quien fueron pronunciadas. Si no la hayan esperaran en un río, en la hoja de un árbol, en una cueva o a orillas del camino, hasta que consigan hallar a su víctima. Entonces ellas penetrarán la piel de la persona y viajarán, a través de las venas, al corazón para enfermarlo. Para curar a ese individuo será necesario un rezador quien negocie con las palabras para que puedan dejar en paz al enfermo. Lo dicho es otro ejemplo de la forma en cómo practican el respeto a través de la palabra.
¿Es cierto lo anterior? Para una persona ajena a la cultura tzeltal, no. Para un tzeltal, sí. Cada cultura como civilización tiene el derecho, y es respetable, de construir sus creencias y regir sus vidas a partir de ellas. En el caso aquí planteado, vale decir que el hombre tzeltal lleva una vida tranquila y solidaria, pues cada acción que realiza lo hace para congratularse con el ch’ulel, o su parte sagrada. Lo anterior en las sociedades actuales resulta, debe ser, hasta cierto punto, inspirador. Si aprendiéramos algo de estos conocimientos y creencias que poseen las comunidades indígenas, quizá pudiéramos brindarle sentido a las vidas que día con día se consumen en las ciudades.
Para ello se requiere un compromiso de respeto entre las culturas. Llegar al acuerdo de que es necesario reconocernos como seres únicos e irrepetibles, poseedores de una cultura, y por pequeña o grande que sea, merece respeto y la importancia de reconocer sus saberes y concepciones de mundo y vida.
Hacer que todos aprendamos de todos requiere de políticas que muestren al ser humano como portador de una cultura autentica. Con respecto a las culturas indígenas, que creo es lo más urgente, se debe desarrollar una política de interculturalidad que posibilite la convivencia y el respeto entre las mismas. Con ello, después de tantos años de sometimiento, se podría reconocer la importancia de las culturas indígenas y, quizá, devolver a este mundo algo de magia y alegría que seguro, erradicarían tanta violencia y tanta crisis.
[1] Montaña de mariposas. En este lugar trabajé como profesor un periodo de cinco años, y aprendí a comunicarme en tzeltal.
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