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Fabián Rivera, poeta de mediana estatura y reportero cultural de un diario estatal, lo mencionó antes que todos. Estábamos en La casa del jardín, un bar con un patio amplio donde la lluvia insistente de la madrugada mecía las hojas de plátanos y naranjos. Entre los que oyeron la sugerencia de Fabián estaba Pedro Rincón, Roberto Palacios, Nora Saucedo, Ana Roblero y Arbey Nafate, a lo cual todos rieron, excepto Pedro Rincón y yo que no conocíamos el lugar. Los demás soltaron tremendas carcajadas que hizo que la dueña del bar, ojerosa como mapache, nos sugiriera de manera amable abandonar el local porque tenía que dormir, dijo.
Saliendo del bar, ojos rojizos y abrazando árboles y piedras consecuencia del alcohol, nos despedimos para ir a nuestras casas donde, a unos, nos esperaban las fieles y adorables esposas con gritos de reclamo y amenazas de divorcio. Otros, como Rincón y Arbey, al no tener, por el momento, quien los cuidara, decidieron seguir la parranda en algún bar de mala muerte donde seguro, hallarían cerveza y, si tenían suerte, pues no por ser la ciudad más segura del país según Juan Sabines, gobernador del estado, se privarían de hallarse con algún truhan nocturno, resentido con la vida que les ofreciera, con todo respeto, pues así se acostumbra en las ciudades modernas y decentes como Tuxtla Gutiérrez, partirles las madre para quitarles las billeteras y quizá, todo puede pasar en una ciudad segura, mancillarles la honra.
Pues bien, antes de subirme a mí deteriorado Volkswagen, Fiaban dijo que en otra ocasión fuéramos a echarnos la botana a los Laureles, lo que hizo que Nora, mediana estatura y caderas ondulantes, riera a todo pulmón. Nos despedimos asegurando que pronto visitaríamos el famoso bar. Sin embargo, no volví a ver a Fabián sino hasta después de un par de semanas en un café, y fue entonces, como una madre pendiente del medicamento del hijo, me recordó el famoso bar los Laureles. Todo hubiera quedado en platicas sino me dice que ese lugar debía considerarse patrimonio de la ciudad por la marimba y los tríos norteños. Como la curiosidad no anda en burro, visité el famoso bar al día siguiente.
La cantina, para los que no conozcan, se ubica en decima oriente entre segunda y tercera sur. Es una casa de dos pisos de color amarilla; la planta baja, un rectángulo amplio con televisión y consola eléctrica, la hace de bar. Allí se bebe cerveza sin límites, y si gustas puedes salir gateando o arrastrándote, como en cualquier otro bar. La diferencia, según noté, es que allí no dan botana, si gustas comer algo, el platillo vale cincuenta pesos. Eso sí, buen platillo. Las botanas van desde la carraquita de puerco que se deshace en el momento en que lo tomas del plato, los camarones secos remojados en limones y chile blanco, las tripitas acompañadas de una deliciosa grasita que se escurre en la tortilla, carne asada, costillita de cerdo acompañado de ensalada de tomate, pepino, rábano y chile habanero. En cerveza, las marcas que dominan son modelo y sol, además de refrescos fríos. Otra cosa, dentro del bar, como en cualquier otro, se respira el aire amigable caracterizado por las sonrisas y saludos cordiales de los que empiezan a beber, sin embargo, después de doce cervezas, las miradas se vuelven torvas y el rostro de los bohemios adquiere una mueca de matón a sueldo, eso quiere decir, para los que no bebemos, que es hora de marcharse.
Después de curiosear el lugar y zamparme cinco cocacolas acompañado de platos de carraca, vi que entraban dos grupos de músicos, todos acompañados de acordeones y guitarras, mientras que afuera esperaba una marimba. Los cantantes se pasearon entre las mesas para ofrecer sus servicios mientras yo contemplaba las caricaturas de Pedro Infante, Jorge Negrete y el mismo gobernador Juan Sabines Gutiérrez que colgaban de la pared, a un costado de un cuadro del equipo américa. En eso me entretenía cuando los músicos iniciaron el fandango. Los que llevaban más cervezas en la panza pidieron El carro rojo, Camelia la tejana, Cielo azul, entre las que recuerdo. Los músicos cantaban emocionados como si debutaran en un casting para La academia de televisión azteca. Terminando un grupo, empezaba el otro, lo que hizo que el bar quedara a merced de los cantantes que hacían gala de sus dotes artísticas. Después de que los tríos agotaron parte de sus repertorios, cedieron el lugar a la marimba que con su ritmo puso a bailar a más de dos parejas. Que cosa más ordenada, pensé al ver que los tríos norteños y la marimba tocaban piezas por tiempos para atender el gusto diverso de los clientes. Quizá el dueño o gerente del negocio les indica las reglas de operación antes, me dije, sino aceptan, se van.
Luego de escuchar Y nos dieron las diez, de Joaquín Sabina, decidí marcharme de los Laureles llevándome el delicioso sabor de las tripitas y la carraca en el paladar. Sin embargo, ahora que escribo, a muchos días de distancia de cuando oí el nombre de los Laureles por primera vez, no logro descifrar un detalle: ¿por qué Fabián y Nora rieron como locos cuando mencionaron el bar? Creo que hay dos posibilidades. O estaban ebrios con dos cervezas que bebieron esa madrugada en compañía de Rincon, Roberto Palacios y Arbey, o el desvelo los hizo desvariar. Si no es ninguna de ellas, mis amigos querían gastarme una broma macabra, como en la canción de Sabina, o simplemente, sin más explicación, tenían deseos de reír y lo hicieron.
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