A la entrada del poblado se halla el panteón que es como
un recordatorio de lo que nos espera en la vida. Es un lugar limpio, y las
tumbas están ordenadas en líneas rectas y pintadas de colores diferentes. El
camposanto está cercado por una valla de tablas parejitas y un enmallado como
para cerciorarte de que los muertos no saldrán por las noches. Entre las tumbas
hay robles enanos que prodigan una sombra exquisita.
Pasando el panteón uno se topa con un boulevard que indica el inicio del pueblo. Allí pregunté a un joven delgado por la Laguna
verde que es lo que inspiró el viaje en compañía de Rita y Eduardo, mi hijo. Me
indicó seguir de frente hasta la plaza principal y doblar a la izquierda. En mi
recorrido observé que el pueblo está rodeado de cerros altos y un cielo azul. Como
cualquier pueblo, la placita está en el centro y frente a ella la iglesia donde
la gente se congrega los domingos y en días de fiesta. Detrás del parque está
el palacio municipal que es una construcción de dos pisos resguardados por
policías municipales que fuman y beben coca cola a la sombra del edificio. Las
calles de Coapilla son angostas como caminos de hormigas en el verdor del campo.
Las casas, la mayoría son de concreto, aunque algunas todavía conservan la
belleza del adobe con techos de tejas. Eso sí, la mayoría de las viviendas
tienen patios amplios donde siembran maíz, frijol, chile y calabaza. Las
personas son de tez morena y de baja estatura con un ligero parecido a
orientales lo cual se nota en los ojos rasgados.
Después de pasar por la plaza giré a la izquierda
siguiendo las indicaciones del joven, y llegué a Laguna verde. Allí estaba,
quietecita, en espera de nuevos ojos y suspiros más. A sus orillas se miraban
matorrales de zacates verdes y garzas tristes. Más allá, entre el bosque de pinos,
las cabañas de madera lucían deshabitadas. De este lado un restaurante que ofrece
comidas, cerveza y café caliente nos permitió sentarnos para apreciar todo ese
montón de agua en remanso a orillas del pueblo. Nos atendieron un par de
jovencitas a quien pregunté si en ese lugar había leyendas relacionadas con la
laguna. ¡Ujule!, me respondió la más alta de las dos. Hay bastante, pero la que
sabe es mi abuelita, la señora Victoria Saraos Pérez. Así que después de beber
el café salimos en busca de la abuela de las muchachas.
La hallamos en su casa que está cerca de la laguna. Tiene 74 años de edad y es de baja estatura y un poco jorobadita. Cuando le dije que
deseaba conocer la leyenda de La laguna verde nos invitó a pasar y ofreció sillas.
—La laguna es antigua —inició—. Ha visto muchas cosas y
seguirá viendo más. No siempre fue grande como es ahora. Antes era un pocito de
agua que caía de un chorrito. Pero todo cambió hace siglos, me lo contó mi
abuelo. Este lugar era habitado por gente muy pobre que se alimentaba de lo que
la tierra daba. El agua que utilizaban para lavar ropa y bañarse lo traían
cargando de lejos. El agua de aquí, del chorrito, lo usaban para beber.
“Aquí vivió una niña que era maltratada por la madrasta quien
con golpes la obligaba a ir por agua al chorrito. La niña lloraba su suerte,
pero nada podía hacer al respecto porque ese era su destino. Una mañana la
madrasta la mandó por agua, pero cuando la niña volvía tropezó y rompió el
cántaro. Eso le valió golpes y maltratos con palabras. En castigo la madrasta
la mandó de nuevo al chorrito, pero ahora le dio un canasto de esos que se hace
con bejuco de monte, y por más que la niña quiso llenarlo con agua no pudo. Cansada
de intentar se puso a llorar e imploró su muerte a Dios. Sabía que su padre la
correría de casa por romper el cántaro.
“Eso pensaba cuando detrás del chorrito, de entre los matorrales, salió un hombre alto, con barba como los frailes que vivieron aquí
hace años, duro de brazos y espalda. Le preguntó por qué lloraba, y cuando ella
contó el motivo él simuló ayudarle a buscar solución. Al no hallar ninguna le
propuso irse a vivir con él. Allá no le faltaría nada y sería la dueña absoluta
de todo, le dijo. La niña aceptó más por miedo a su padre que por el deseo de
irse del pueblo. Y fue así como se metieron al pocito que formaba el chorro y
jamás se les volvió a ver.
“Cuando su padre vio que era tarde y su hija no volvía,
fue
a buscarla, pero no la halló. Entonces la gente del pueblo se organizó y buscaron
en el monte y en las barrancas, pero tampoco la encontraron. Al llegar al chorrito
encontraron el canasto y cuatro huellas que entraban al agua. Cansados y
tristes al suponer que la niña se la llevó “el malo” volvieron a casa. Esa
noche el padre de la niña soñó al hombre que le dijo que su hija estaba con él y
que a cambio de su vida le daría dinero. El hombre se contentó con el sueño, y
a la mañana siguiente desenterró un cántaro lleno de oro, y desde ese momento
el chorrito empezó a crecer y a crecer hasta formar la laguna verde. Conforme
la niña crecía, el agua también.
“Cuando la gente supo que el padre de la niña hizo un pacto con el dueño de la laguna dejaron de utilizar el agua. También notaron
que muchas veces los animales se ahogaban allí. Iban a beber agua y
desaparecían. Era porque la niña estaba enojada con la gente del pueblo porque
no la ayudaron cuando lo necesitó. Así corrió el tiempo hasta que un día hallaron
al papá de la niña muerto en su cama con una sonrisa que daba miedo. Desde ese
día las personas empezaron a ahogarse en la laguna. Niño que se metía al agua, seguro
se ahogaba”.
Doña Victoria suspiró como disfrutando el recuerdo decada palabra. Rita y yo nos vimos a los ojos como midiendo nuestro miedo.
—Pero no es todo —continuó la anciana—. Esta laguna no se
contentó con llevarse animales y niños. Quería más. Un día estábamos trabajando
en la milpa, esto ya me tocó mirarlo porque yo era niña, cuando escuchamos un
estruendo fuerte. Dejamos el trabajo y corrimos a ver. En medio del agua estaba
una avioneta que se había desplomado del aire como pájaro herido. Todos vimos
cómo el agua se puso negra por el aceite del aparato, y empezaba a agitarse
como enojada. En eso estábamos cuando observamos que alguien pedía auxilio.
Algunos hombres con valor entraron al agua a nado y sacaron al que pedía socorro.
Él nos dijo que el otro estaba allá abajo, muerto. Después de que pasó el
arguende nos enteramos que al que rescatamos se llamaba Samuel León Brindis, nada
menos que el gobernador de Chiapas. Días después sacaron el cuerpo del piloto
de la avioneta, y meses más tarde el aparato desapareció en el agua.
“Por eso decimos que la laguna tiene dueño. Si la persona no conoce sus aguas, mejor que no se meta porque puede morir. Así ha pasado ya
con muchos. Cuando hay ahogados el agua se revuelve y se ensucia como si bailaran
de gusto en el fondo. También es importante que sepan que cada mes el agua se
pone rojiza porque la niña, que ahora es mujer, está menstruando. En esos días
nadie del pueblo se mete a la laguna por respeto”.
Doña victoria guardó silencio y supe era momento de dar las gracias. Agradecí su tiempo por contarnos la historia y le pedí me
permitiera hacerle una fotografía lo cual aceptó de buen gusto. Nos despedimos
de mano y salimos a la calle donde el frío se intensificaba. Rita y yo
estábamos intrigados por la historia que zumbaba en nuestras cabezas como
abejas. Así que volvimos a la laguna para localizar lo que antes llamaran el chorrito.
Allí estaba bajo la sombra de un pino, cubierto de pastos y arbustos. Apenas lo
vimos pensé en la niña y en aquel tipo misterioso. Luego mecánicamente observamos
al agua que estaba en calma y silenciosa, lo que propició saliéramos a prisa de
allí, no fuera que saliera una serpiente y diera cuenta de nosotros.
En el restaurante
comimos mojarra frita que acompañamos con café humeante. Después de comer subimos
al coche y emprendimos el viaje con rumbo a Tuxtla Gutiérrez mientras Eduardo
jugaba con un par de palitos que la hacían de espadas contra personajes
imaginarios.
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