jueves, 17 de enero de 2013

Corona de nubes



 Coapilla significa corona de nubes en lengua zoque y se halla a unos kilómetros de Copainalá. El clima es templado, algo parecido al de San Cristóbal. Durante el trayecto de Copainanalá a Coapilla pueden verse despeñaderos profundos y montañas elevadas ceñidas con nubes blancas que recrean la mirada y el espíritu. Desde las barrancas sube un aire tibio que estremece el follaje de los pinos y robles. A orillas de la carretera que es como una lombriz blancuzca se hallan colonias de casas pequeñas hechas con barro algunas, y bloc otras. Más allá de las colonias, en los potreros, las vacas y los caballos pastan con la quietud de un anciano en espera de la muerte.
           
A la entrada del poblado se halla el panteón que es como un recordatorio de lo que nos espera en la vida. Es un lugar limpio, y las tumbas están ordenadas en líneas rectas y pintadas de colores diferentes. El camposanto está cercado por una valla de tablas parejitas y un enmallado como para cerciorarte de que los muertos no saldrán por las noches. Entre las tumbas hay robles enanos que prodigan una sombra exquisita.

            Pasando el panteón uno se topa con un boulevard que indica el inicio del pueblo. Allí pregunté a un joven delgado por la Laguna verde que es lo que inspiró el viaje en compañía de Rita y Eduardo, mi hijo. Me indicó seguir de frente hasta la plaza principal y doblar a la izquierda. En mi recorrido observé que el pueblo está rodeado de cerros altos y un cielo azul. Como cualquier pueblo, la placita está en el centro y frente a ella la iglesia donde la gente se congrega los domingos y en días de fiesta. Detrás del parque está el palacio municipal que es una construcción de dos pisos resguardados por policías municipales que fuman y beben coca cola a la sombra del edificio. Las calles de Coapilla son angostas como caminos de hormigas en el verdor del campo. Las casas, la mayoría son de concreto, aunque algunas todavía conservan la belleza del adobe con techos de tejas. Eso sí, la mayoría de las viviendas tienen patios amplios donde siembran maíz, frijol, chile y calabaza. Las personas son de tez morena y de baja estatura con un ligero parecido a orientales lo cual se nota en los ojos rasgados.

           Después de pasar por la plaza giré a la izquierda siguiendo las indicaciones del joven, y llegué a Laguna verde. Allí estaba, quietecita, en espera de nuevos ojos y suspiros más. A sus orillas se miraban matorrales de zacates verdes y garzas tristes. Más allá, entre el bosque de pinos, las cabañas de madera lucían deshabitadas. De este lado un restaurante que ofrece comidas, cerveza y café caliente nos permitió sentarnos para apreciar todo ese montón de agua en remanso a orillas del pueblo. Nos atendieron un par de jovencitas a quien pregunté si en ese lugar había leyendas relacionadas con la laguna. ¡Ujule!, me respondió la más alta de las dos. Hay bastante, pero la que sabe es mi abuelita, la señora Victoria Saraos Pérez. Así que después de beber el café salimos en busca de la abuela de las muchachas.

            La hallamos en su casa que está cerca de la laguna. Tiene 74 años de edad y es de baja estatura y un poco jorobadita. Cuando le dije que deseaba conocer la leyenda de La laguna verde nos invitó a pasar y ofreció sillas.


            —La laguna es antigua —inició—. Ha visto muchas cosas y seguirá viendo más. No siempre fue grande como es ahora. Antes era un pocito de agua que caía de un chorrito. Pero todo cambió hace siglos, me lo contó mi abuelo. Este lugar era habitado por gente muy pobre que se alimentaba de lo que la tierra daba. El agua que utilizaban para lavar ropa y bañarse lo traían cargando de lejos. El agua de aquí, del chorrito, lo usaban para beber.

            “Aquí vivió una niña que era maltratada por la madrasta quien con golpes la obligaba a ir por agua al chorrito. La niña lloraba su suerte, pero nada podía hacer al respecto porque ese era su destino. Una mañana la madrasta la mandó por agua, pero cuando la niña volvía tropezó y rompió el cántaro. Eso le valió golpes y maltratos con palabras. En castigo la madrasta la mandó de nuevo al chorrito, pero ahora le dio un canasto de esos que se hace con bejuco de monte, y por más que la niña quiso llenarlo con agua no pudo. Cansada de intentar se puso a llorar e imploró su muerte a Dios. Sabía que su padre la correría de casa por romper el cántaro.

            “Eso pensaba cuando detrás del chorrito, de entre los matorrales, salió un hombre alto, con barba como los frailes que vivieron aquí hace años, duro de brazos y espalda. Le preguntó por qué lloraba, y cuando ella contó el motivo él simuló ayudarle a buscar solución. Al no hallar ninguna le propuso irse a vivir con él. Allá no le faltaría nada y sería la dueña absoluta de todo, le dijo. La niña aceptó más por miedo a su padre que por el deseo de irse del pueblo. Y fue así como se metieron al pocito que formaba el chorro y jamás se les volvió a ver.


            “Cuando su padre vio que era tarde y su hija no volvía, fue 
a buscarla, pero no la halló. Entonces la gente del pueblo se organizó y buscaron en el monte y en las barrancas, pero tampoco la encontraron. Al llegar al chorrito encontraron el canasto y cuatro huellas que entraban al agua. Cansados y tristes al suponer que la niña se la llevó “el malo” volvieron a casa. Esa noche el padre de la niña soñó al hombre que le dijo que su hija estaba con él y que a cambio de su vida le daría dinero. El hombre se contentó con el sueño, y a la mañana siguiente desenterró un cántaro lleno de oro, y desde ese momento el chorrito empezó a crecer y a crecer hasta formar la laguna verde. Conforme la niña crecía, el agua también.

            “Cuando la gente supo que el padre de la niña hizo un pacto con el dueño de la laguna dejaron de utilizar el agua. También notaron que muchas veces los animales se ahogaban allí. Iban a beber agua y desaparecían. Era porque la niña estaba enojada con la gente del pueblo porque no la ayudaron cuando lo necesitó. Así corrió el tiempo hasta que un día hallaron al papá de la niña muerto en su cama con una sonrisa que daba miedo. Desde ese día las personas empezaron a ahogarse en la laguna. Niño que se metía al agua, seguro se ahogaba”.      
  
            Doña Victoria suspiró como disfrutando el recuerdo decada palabra. Rita y yo nos vimos a los ojos como midiendo nuestro miedo.

            —Pero no es todo —continuó la anciana—. Esta laguna no se contentó con llevarse animales y niños. Quería más. Un día estábamos trabajando en la milpa, esto ya me tocó mirarlo porque yo era niña, cuando escuchamos un estruendo fuerte. Dejamos el trabajo y corrimos a ver. En medio del agua estaba una avioneta que se había desplomado del aire como pájaro herido. Todos vimos cómo el agua se puso negra por el aceite del aparato, y empezaba a agitarse como enojada. En eso estábamos cuando observamos que alguien pedía auxilio. Algunos hombres con valor entraron al agua a nado y sacaron al que pedía socorro. Él nos dijo que el otro estaba allá abajo, muerto. Después de que pasó el arguende nos enteramos que al que rescatamos se llamaba Samuel León Brindis, nada menos que el gobernador de Chiapas. Días después sacaron el cuerpo del piloto de la avioneta, y meses más tarde el aparato desapareció en el agua.

            “Por eso decimos que la laguna tiene dueño. Si la persona no conoce sus aguas, mejor que no se meta porque puede morir. Así ha pasado ya con muchos. Cuando hay ahogados el agua se revuelve y se ensucia como si bailaran de gusto en el fondo. También es importante que sepan que cada mes el agua se pone rojiza porque la niña, que ahora es mujer, está menstruando. En esos días nadie del pueblo se mete a la laguna por respeto”.


            Doña victoria guardó silencio y supe era momento de dar las gracias. Agradecí su tiempo por contarnos la historia y le pedí me permitiera hacerle una fotografía lo cual aceptó de buen gusto. Nos despedimos de mano y salimos a la calle donde el frío se intensificaba. Rita y yo estábamos intrigados por la historia que zumbaba en nuestras cabezas como abejas. Así que volvimos a la laguna para localizar lo que antes llamaran el chorrito. Allí estaba bajo la sombra de un pino, cubierto de pastos y arbustos. Apenas lo vimos pensé en la niña y en aquel tipo misterioso. Luego mecánicamente observamos al agua que estaba en calma y silenciosa, lo que propició saliéramos a prisa de allí, no fuera que saliera una serpiente y diera cuenta de nosotros.

En el restaurante comimos mojarra frita que acompañamos con café humeante. Después de comer subimos al coche y emprendimos el viaje con rumbo a Tuxtla Gutiérrez mientras Eduardo jugaba con un par de palitos que la hacían de espadas contra personajes imaginarios.

           




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