Hace poco visité El ranchito
propiedad de la señora Elodia Moreno, más conocida como doña Lolita y abuela de
mi esposa. El lugar se ubica en las faldas del cerro donde termina la
Sepultura, municipio de Villa Flores, adelantito de la colonia Úrsulo Galván, a
un costado de Chanona, cerca del cerro Nambiyihuá. En este lugar la noche se
aprieta contra los árboles y piedras para dejarnos en una oscuridad apenas
salpicada por la tenue luz de los cocuyos. El clima es cálido en el mes de
abril, pero en diciembre el frío cala los huesos mientras el viento silba al
estrellarse contra los árboles. En los potreros las vacas mugen y los
murciélagos revolotean en los capulines. A veces se oye el graznido de un
pájaro nocturno que puede prestarse para la invención de historias de espantos.
Visito este lugar porque me agrada observar el inmenso valle iluminado por la luna donde los cerros son como enormes sapos que en
cualquier momento pueden saltar. Desde el recibidor de la casa, tendido sobre
una hamaca, se disfruta del monótono chirriar de los grillos, mientras desde el
cielo sembrado de estrellas la luna amarilla y redonda ilumina el horizonte. En
la ciudad pocas veces se puede apreciar este paisaje que reconforta el espíritu
estresado, por lo que se hace necesario visitar el campo.
Doña Lolita es una anciana de setenta y seis años de edad con el cabello blanco como si un copo de nieve le cubriera la cabeza y que vive
en compañía de su hijo Gerardo, al que llaman “Lalo”. Ella es de carácter recio
como las piedras de los arroyos de las montañas, y en su cuerpo alto y
corpulento se adivina fue una mujer atractiva de joven. El hijo es alto y
delgado como varejón de montaña. De joven doña Lolita fue partera comunitaria,
según me cuenta por las noches. Era su don, dice. Aprendió ayudando a parir a las
marranas, las perras y las vacas. Cuando su padre observó la predilección por
este oficio la dio a una tía quien le enseñó cómo ayudar a las mujeres a tener
sus hijos. Ahora que los años se le juntaron en la piel y en los huesos ya no
ejerce de partera, pero es querida y respetada por los jóvenes a quienes trajo
al mundo y que son bastantes.
La casa
tiene tres habitaciones, una sala y un recibidor. Las paredes están sin pintar
y desnudas. La cocina es amplia y se compone de fogón y horno. Al frente de la
casa hay un jardín donde se puede hallar plantas medicinales y flores de
múltiples colores que estallan con las primeras caricias del sol.
En el ranchito el silencio de la noche invita a que el
tiempo se detenga para meditar sobre la vida y lo que se hace en ella. Hay allí
una energía que se mete por los ojos y nos vuelve polvo cósmico semejantes a
las estrellas que tiritan en la inmensidad del universo. Si te gusta
experimentar la vida, en este lugar tus ojos se llenarán de luz, verdor,
quietud, silencio, aromas, y quizá llores de emoción al ser concebido como un
regalo de la naturaleza. Sin embargo, si estás acostumbrado a vivir en el ruido
de la ciudad, aquí te sentirás alejado del mundo. Experimentarás una soledad
que arranca lágrimas, pues la belleza de El ranchito se percibe en el aire
fresco y limpio, en la soledad de la noche, en el misterio de la penumbra, en
el croar de las ranas y sapos, en el aullido inquieto de los coyotes, en el ladrido
lejano de perros desvelados que cantan a la luna, en el mugido de vacas, en los
relinchos de caballos y en el llanto perdido de un niño en la inmensidad de la
montaña.
Estando allá me enamoré del aroma de las flores
silvestres, del vientecillo travieso que eriza los vellos del cuerpo, del aleteo
nervioso de un pájaro noctámbulo, y de la luna que te arranca sonrisas y
suspiros. Uno se olvida del ruido de los coches, del calor asfixiante en las
calles de asfaltos, de la ansiedad de la internet (Facebook), de las deudas
bancarias, de las ventas nocturnas en las tiendas comerciales y de los abrazos
de fin de año. El ranchito es el lugar indicado para enamorarte de la vida.
Dormir en casa
de doña Lolita es descender a un mundo de sombras y de silencio donde se renace
al día siguiente con el aroma a tortilla recién hecha y café humeante, mientras
que del oriente la claridad se extiende por barrancas y grietas. Los cerros que
de noche parecían gigantes, ahora se delinean en un verde intenso. Más allá,
detrás de las serranías, se adivina la luminosidad del sol que empieza a
enrojecer el horizonte y que es acompañado por el quejido nostálgico de la
torcaza, los graznidos de las garzas, el mugido de las vacas en los corrales,
el trino del cenzontle, el canto alegre de la calandria y el cu cu de la
tórtola. La claridad del día entrando por las ventanas es el pretexto para
volver de la muerte que es el sueño a donde vamos a escondernos de nosotros
mismos.
Noche o
día, el campo está de fiesta y todo se halla sincronizado. Así el siseo de la
víbora o el zumbido de la abeja son indispensables para que este ecosistema
funcione. Si algo falta, el campo entristece y llora con el silencio de sus
pájaros. La vida resplandece en los ojos y en los oídos que descubren el
palpito de la vida en el murmullo apacible del arrollo y en el mutismo de las piedras.
En El ranchito dan ganas de quitarse la piel y despojarse
de las mascaras que son útiles en las ciudades. Dan ganas de volverse pájaro
para conocer los secretos del viento y de los árboles. Dan ganas de volverse
piedra y saborear el agua fresca que corre entre las peñas. También podríamos
volvernos perros o coyotes para escrutar los misterios de las noches sin luna,
y luego cantarle a las estrellas nuestros descubrimientos. Aquí dan ganas de
volverse hombres y mujeres limpios de corazón que aman al prójimo como se aman
a si mismos.
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