jueves, 17 de enero de 2013

El ranchito




Hace poco visité El ranchito propiedad de la señora Elodia Moreno, más conocida como doña Lolita y abuela de mi esposa. El lugar se ubica en las faldas del cerro donde termina la Sepultura, municipio de Villa Flores, adelantito de la colonia Úrsulo Galván, a un costado de Chanona, cerca del cerro Nambiyihuá. En este lugar la noche se aprieta contra los árboles y piedras para dejarnos en una oscuridad apenas salpicada por la tenue luz de los cocuyos. El clima es cálido en el mes de abril, pero en diciembre el frío cala los huesos mientras el viento silba al estrellarse contra los árboles. En los potreros las vacas mugen y los murciélagos revolotean en los capulines. A veces se oye el graznido de un pájaro nocturno que puede prestarse para la invención de historias de espantos.

            Visito este lugar porque me agrada observar el inmenso valle iluminado por la luna donde los cerros son como enormes sapos que en cualquier momento pueden saltar. Desde el recibidor de la casa, tendido sobre una hamaca, se disfruta del monótono chirriar de los grillos, mientras desde el cielo sembrado de estrellas la luna amarilla y redonda ilumina el horizonte. En la ciudad pocas veces se puede apreciar este paisaje que reconforta el espíritu estresado, por lo que se hace necesario visitar el campo.

            Doña Lolita es una anciana de setenta y seis años de edad  con el cabello blanco como si un copo de nieve le cubriera la cabeza y que vive en compañía de su hijo Gerardo, al que llaman “Lalo”. Ella es de carácter recio como las piedras de los arroyos de las montañas, y en su cuerpo alto y corpulento se adivina fue una mujer atractiva de joven. El hijo es alto y delgado como varejón de montaña. De joven doña Lolita fue partera comunitaria, según me cuenta por las noches. Era su don, dice. Aprendió ayudando a parir a las marranas, las perras y las vacas. Cuando su padre observó la predilección por este oficio la dio a una tía quien le enseñó cómo ayudar a las mujeres a tener sus hijos. Ahora que los años se le juntaron en la piel y en los huesos ya no ejerce de partera, pero es querida y respetada por los jóvenes a quienes trajo al mundo y que son bastantes.

La casa tiene tres habitaciones, una sala y un recibidor. Las paredes están sin pintar y desnudas. La cocina es amplia y se compone de fogón y horno. Al frente de la casa hay un jardín donde se puede hallar plantas medicinales y flores de múltiples colores que estallan con las primeras caricias del sol.

            En el ranchito el silencio de la noche invita a que el tiempo se detenga para meditar sobre la vida y lo que se hace en ella. Hay allí una energía que se mete por los ojos y nos vuelve polvo cósmico semejantes a las estrellas que tiritan en la inmensidad del universo. Si te gusta experimentar la vida, en este lugar tus ojos se llenarán de luz, verdor, quietud, silencio, aromas, y quizá llores de emoción al ser concebido como un regalo de la naturaleza. Sin embargo, si estás acostumbrado a vivir en el ruido de la ciudad, aquí te sentirás alejado del mundo. Experimentarás una soledad que arranca lágrimas, pues la belleza de El ranchito se percibe en el aire fresco y limpio, en la soledad de la noche, en el misterio de la penumbra, en el croar de las ranas y sapos, en el aullido inquieto de los coyotes, en el ladrido lejano de perros desvelados que cantan a la luna, en el mugido de vacas, en los relinchos de caballos y en el llanto perdido de un niño en la inmensidad de la montaña.

            Estando allá me enamoré del aroma de las flores silvestres, del vientecillo travieso que eriza los vellos del cuerpo, del aleteo nervioso de un pájaro noctámbulo, y de la luna que te arranca sonrisas y suspiros. Uno se olvida del ruido de los coches, del calor asfixiante en las calles de asfaltos, de la ansiedad de la internet (Facebook), de las deudas bancarias, de las ventas nocturnas en las tiendas comerciales y de los abrazos de fin de año. El ranchito es el lugar indicado para enamorarte de la vida.

Dormir en casa de doña Lolita es descender a un mundo de sombras y de silencio donde se renace al día siguiente con el aroma a tortilla recién hecha y café humeante, mientras que del oriente la claridad se extiende por barrancas y grietas. Los cerros que de noche parecían gigantes, ahora se delinean en un verde intenso. Más allá, detrás de las serranías, se adivina la luminosidad del sol que empieza a enrojecer el horizonte y que es acompañado por el quejido nostálgico de la torcaza, los graznidos de las garzas, el mugido de las vacas en los corrales, el trino del cenzontle, el canto alegre de la calandria y el cu cu de la tórtola. La claridad del día entrando por las ventanas es el pretexto para volver de la muerte que es el sueño a donde vamos a escondernos de nosotros mismos.

Noche o día, el campo está de fiesta y todo se halla sincronizado. Así el siseo de la víbora o el zumbido de la abeja son indispensables para que este ecosistema funcione. Si algo falta, el campo entristece y llora con el silencio de sus pájaros. La vida resplandece en los ojos y en los oídos que descubren el palpito de la vida en el murmullo apacible del arrollo y en el mutismo de las piedras.

            En El ranchito dan ganas de quitarse la piel y despojarse de las mascaras que son útiles en las ciudades. Dan ganas de volverse pájaro para conocer los secretos del viento y de los árboles. Dan ganas de volverse piedra y saborear el agua fresca que corre entre las peñas. También podríamos volvernos perros o coyotes para escrutar los misterios de las noches sin luna, y luego cantarle a las estrellas nuestros descubrimientos. Aquí dan ganas de volverse hombres y mujeres limpios de corazón que aman al prójimo como se aman a si mismos.

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