Tuxtla era un horno cuando
salimos con rumbo al aguacero, que según Rita eran las cascadas más hermosas de
la región de Coiteca. Puse combustible en la primera gasolinera que halle antes
de Berriozábal que es un pueblito apacible donde puede pasarse un fin de semana
alejado del bullicio corrompido de la ciudad. Allí también nos proveímos de un
garrafón de agua de cinco litros, sabritas, una leche con chocomilk para
Eduardo y una cocacola para mí. De ahí en adelante continuamos el recorrido
hablando sobre Rita y su viaje a Guerrero de donde trajo cinco blusas, una
bolsa de plástico repletas con hojitas de Jamaica, una playera blanca para mí
que dice paradise Acapulco en un logo
rectangular de color rojo, amarillo y azul; a Eduardo le trajo una bolsa con
dinosaurios de plástico y un libro del mismo tema que seguro compró en alguna
tienda del aeropuerto.
Minutos después pasábamos la ciudad de Coita que
resplandecía con el sol, y la cual se halla rodeada por una cordillera rocosa e
inmensa, donde seguro viven serpientes, lagartijas e iguanas. Mientras
rodeábamos el pueblo, Eduardo explicaba las diferencias entre un dromedario y
un camello y que, según recuerdo, leímos meses atrás en un librito que trata
sobre la familia de los camélidos. Mi hijo mencionó que los camellos tienen dos
jorobas donde almacenan agua que les sirve para que conserven las energías, en
cambio los dromedarios sólo tienen una, y eso, en razonamiento de Eduardo,
significa que los camellos aguantan más que los dromedarios, pues los primeros
tienen más espacio para que les quepa agua, lo cual podría compararse con la gasolina
en un coche. Nuestro pequeño nos explicó que ambos animales viven en el desierto
de áfrica, y que sus primos lejanos habitan en américa central de donde
sobresalen las alpacas, las vicuñas y las llamas. Ante la explicación de un niño
que está próximo a cumplir cuatro años me sentí ignorante y con la autoestima
por los suelos. De Rita ni se diga, sólo me observaba y asentía con la cabeza
como diciendo: si seremos burros, los primos chiapanecos de los camélidos.
Pasamos Coita y parecía que el sol incendiaría las
piedras, los árboles, los animales y hasta la misma gente. Así lo dije a Rita porque
los tres sudábamos copiosamente dentro del bocho que a duras penas continuaba
con su marcha en aquella carretera blancuzca. Más adelante paramos a la escasa
sombra de un árbol y abrimos el garrafón de agua y bebimos, mientras Eduardo daba
cuenta de su chocomilk que acompañó con un par de quesadillas que su madre le
llevara. Minutos después continuamos la marcha, y fue cuando se nos presentó un
problema, ¿dónde quedaba la entrada al aguacero? Sin saber cómo se nos había
olvidado, y eso que meses atrás vinimos a conocer. Ahora íbamos con rumbo a
Cintalapa de Figueroa y del aguacero ni sus gotas.
Rita me dijo que preguntara con alguien, pero a las tres
de la tarde y con ese calor que daba rabia no había con quién. Decidimos seguir, pues sino hallábamos las
cascadas al menos llegaríamos a Cintalapa para comer barbacoa de borrego,
bromeé con Rita. Avanzamos otros kilómetros cuando a orillas de la carretera vimos
a un par de campesinos que volvían del trabajo con machete en mano y la camisa
abierta mostrando un pecho lánguido y reluciente por el sudor. Me estacioné y les
pregunté por la entrada a la famosa cascada. El más delgado se me quedó mirando
incrédulo y señaló con la mano derecha un letrero que decía: ¡Bienvenidos a las
cascadas el aguacero, reserva el ocote! Cuando vi aquel letrero con letras
negras en fondo blanco entendí la mirada burlona del tipo. Quizá pensó: pobre
pendejo cegatón.
Les di las
gracias un poco chiveado y nos desviamos a la carretera de terracería que indicaba
la flecha. A un costado del camino se veían letreros como “esta propiedad es de
Bachoco” como si ello fuera una carta de presentación para turistas. También
estaban las fabricas con el mismo nombre y que comercian con huevos y pollos,
mismas que desprenden un olor nauseabundo que invitan al vomito. Pasamos un
desvío que lleva a una colonia cuyo nombre no recuerdo y seguimos de frente
hasta que al fin topamos con los enormes peñascos que se imponen a la mirada
inquieta de cualquier espectador. Allí, cruzando una puerta de metal, daba comienzo
una carreterita asfaltada que después de retorcerse en un par de curvas daba a
la caseta de cobro donde pagamos veintisiete pesos cada uno, menos Eduardo porque
aún está “chiquitío”, dijeron.
Tras recibir los boletos, una señora menudita y morena
que la hacía de informante turística nos dijo que evitáramos tirar basura o
maltratar las gradas, árboles y reptiles, en caso de hallar alguna víbora.
También nos sugirió lleváramos ropa cómoda y disposición a caminar setecientos
veinticuatro escalones que son los que se tienen que recorrer para conocer las
majestuosas cascadas. No se desanimen, casi gritó, una vez estando abajo el
cansancio se quita al momento. Y nos invitó a pasar.
Aparcamos el coche a la sombra de un árbol de flores
amarillas en donde cambié mis botas de montañista por unas chanclas, Eduardo se
puso unas sandalias con suelas de gomas, Rita unas pie de gallo tipo playeras y
emprendimos la marcha sin más cosas que las cámaras fotográficas y el garrafón
con agua. Cuando iniciamos el descenso vimos que las gradas entraban y salían
de los recovecos que el mismo peñasco producía. Al frente de nosotros, librando
un vacío donde los zopilotes planeaban con la quietud de quien se sabe amo y
dueño del los aires, una mole de rocas imponía autoridad y respeto. Vi que en
la poca tierra que había entre las rocas crecían árboles de mulatos y ceibas,
además de flores silvestres que lucían marchitas por el calor del sol.
Apreciando esas bellezas íbamos bajando la cuesta cuando
empezamos a encontrarnos con los que subían. Primero una señora delgadita,
morena y poco marchita quien sentada sobre un roca asesaba como animal sediento.
Después fue un tipo alto y delgado quien se había quitado la camisa y nos dijo:
disfruten la bajada, porque en la subida se paga el precio. Supuse lo decía
porque en partes caminaba, y en otras subía a gatas implorando al altísimo le
permitiera llegar a la cima. Váyanse despacito, nos gritó mientras nos
perdíamos en una especie de grutas. Ante esta situación empecé alarmarme, pues
si de sufrimiento se trataba, yo debería subir con Eduardo a la espalda y eso
implicaba esfuerzo, sudor y cansancio. Sin embargo deseché la idea. ¿Para qué
sufrir antes de tiempo? Mi hijo venía contando los número en inglés y Rita admiraba
la belleza de aquellas rocas que sobresalían de las montañas y que formaban una
especie de encajonado donde el sonido del río subía formando un murmullo
monótono y adormecedor.
Media hora después terminamos de bajar el cerro y nos
topamos con un arroyito que podía cruzarse caminando y estaba inundado de rocas
enormes y parduzcas donde descansaban zopilotes y garzas. ¿Y por esta cosa
caminé setecientos veinticuatro escalones?, pensé indignado, pero Rita, adivinando
mis pensamientos, apuntó con el índice de la mano derecha río arriba y allí
estaban las cascadas que son un especie de cortinillas de agua blanca que
envuelve a los peñascos. Eduardo dijo que de ahí no se movía y se metió al agua
por lo que fue necesario arrastrarlo para llegar a las cascadas.
Estando allí nos dispusimos a bañarnos, pero antes haría
unas tomas fotográficas, por lo que caminé río arriba. Observé que el agua caía
de una altura aproximada a los cincuenta metros formando en su caída una
especie de cortina que dota al cerro de una belleza excepcional. Allí uno puede
subir por unas rocas que están al pie del peñasco y caminar una buena parte del
cerro donde el agua se estrella contras las piedras y árboles. Pegadas a las
piedras hay musgo verdoso que contrasta con la escasa luz solar que penetra el
encajonado. También hay, aferrados a las peñas, árboles delgados y altos que
sirven de guarida a los carroñeros que en todo momento planean sobre el río. Allí
si uno cierra los ojos se puede percibir el murmullo del agua que es como un
paraíso envuelto en un silencio estremecedor que apenas es molestado por el rumor
del viento.
A los pies de las montañas el río serpentea y se pierde
en la lejanía entre vuelos de zopilotes y graznidos de garzas blancas. Subí a
una roca y desde allí observé el paisaje compuesto de árboles verdes que se
prenden como demonios de la poca tierra de las montañas para no caer al vacío, y
de rocas inmensas y poderosas que inundan el angosto río donde bancos de peces
diminutos nadan nerviosamente. Más allá, donde el río y las montañas hacen un
recodo, el sol se refleja en las paredes de las rocas.
También observé a Rita y a Eduardo que jugaban inocentes como
un par de niños que no saben de las responsabilidades que impone vivir en sociedad.
Mi hijo pataleaba y con las manos salpicaba de agua a su madre, en tanto ella
reía y lo colmaba de mimos y besos. Eduardo con su carita redonda y blanquito
se asemejaba a un osito travieso en busca de su primer pez. Ambos inscritos en
aquel paisaje de silencios y murmullos eran como una sonrisa al despertar.
Desde allí grité el nombre de mi hijo y mi voz se extendió por todo el
encajonado hasta perderse en las últimas rocas y árboles. Como resultado obtuve
el vuelo burdo de los zopilotes y el grito de mi hijo que me llamaba a bañarme
con él.
Después de dos horas de jugar en aquellas aguas frescas y
limpias llegó el momento de partir. Como Eduardo estaba cansado de nadar me
pidió lo cargara. Entonces fue cuando supe que la subida no sería fácil, lo que
me hizo recordar al tipo que con aires de profeta dijo lo caro que tendría que
pagar aquellos breves momentos de dicha. Puse a Eduardo sobre mi cuello y
emprendimos la retirada. Sin embargo cuando llegamos a donde comienzan los
escalones, mi hijo anunció que iba a caminar, por lo que subimos las primeras
gradas cantando. La primera fue El
gavilán pollero, después vino Las
mañanitas, luego El himno nacional,
y por último La cama de piedra. Cuando
terminábamos una canción nos deteníamos para conversar sobre el agua, y luego
continuábamos al ritmo que mi hijo indicaba. Fue así como a unos escalones antes
de llegar a la cima elaboré la siguiente hipótesis sobre las consecuencias de que
halláramos a personas muriendo de cansancio horas atrás. Uno, subieron a la
hora en que el calor era más fuerte (las tres de la tarde). Dos, ellos deseaban
llegar a la cima lo más rápido posible y caminaron de prisa. Tres, nuca se les
ocurrió que cantando y teniendo un hijo como el mío, el camino se acortaba
considerablemente, además de generar diversión.
Arriba tomamos un descanso corto, pues ya
oscurecía. Bebimos un poco de agua, subimos al coche y emprendimos la marcha
dejando a nuestras espaldas el canto nostálgico de las torcazas.
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