Desperté a las ocho treinta de la mañana, cepillé mis dientes, bebí café, acicalé un sombrero de palma sobre mi cabeza y como alma que se lo “el chamuco” salí rumbo a la Patria Nueva donde está la clínica de salud que extiende certificados médicos. Iba con la idea de invertir treinta minutos a lo mucho en el tramite administrativo para luego ir a desayunar huevos con tocinos a alguna fondita del centro de la ciudad. Sin embargo, mi plan se modificaría por la desconfianza hacia mi persona.
Vale recodar que Patria Nueva vivió una historia caracterizada por asalto a mano armada de noche o día daba igual, robos a casas, puñaladas traperas al por menor, enfrentamiento vandálicos entre pandillas y entre éstos y la policía, así como violaciones en los terrenos baldíos. Antes de esas manifestaciones, la colonia lucía orgullosa sus costumbres y actitudes de respeto al prójimo; sin embargo, después de la formación de los grupos vandálicos, la colonia se volvió famosa por el coraje de sus jóvenes que se adueñaron de las calles. Nadie que estuviera cuerdo intentaría a visitar aquel lugar.
Llegué a la clínica de pantalón de mezclilla, playera azul, sombrero de palma, tenis, y por si fuera poco, lentes oscuros, además de una mochilita atravesada a la espalda donde cargo mi cámara fotográfica, lo cual me da un parecido a bandido “cantonero” que a fotógrafo, periodista o promotor cultural. Pues ahí llegué casi corriendo para terminar con el trámite de certificado médico lo antes posible e ir por el ansiado desayuno. Sin embargo noté dos cosas que me hicieron desconfiar. Primero la mirada tipo escáner que me dirigieron los policías municipales que custodiaban la clínica desde sus asientos a la sombra de los árboles. En sus ojos entrecerrados noté toda la desconfianza que una persona puede acumular contra otra que no es de su agrado. Para deshacer aquella tensión en los uniformados, fue necesario quitarme las gafas y decir buenos días con una sonrisa de oreja a oreja a la que respondieron con una seriedad de piedra.
El segundo detalle lo descubrí cuando entré al edificio y topé con una señora de cabello teñido de rubio quien tecleaba con los dedos índices el teclado de una compaq de escritorio. Me vio desdeñosa de pies a cabeza y preguntó mal humorada, “¿qué quieres?” Al frente de ella un tipo que se rascaba la cabeza no respondió a mi saludo. Le dije que deseaba un certificado médico, a lo que contestó: “son sesenta y cinco pesos” y me tendió una hoja y una pluma para que escribiera mi tipo de sangre, edad y nombre completo. Después de cumplir con lo ordenado le tendí el billete de quinientos pesos que guardaba desde un par de semanas, a lo que respondió acompañando sus palabras con una mirada acusadora que me dio a entender que ella pensaba yo robé el dinero por ahí, “no tengo cambio, ve a la tienda y cámbialo”, a lo que accedí humilde y presto.
En la tienda, los dueños al observar mi atuendo se pusieron nerviosos como quien ve a una víbora de cascabel, y sin esperar a que terminara de formular mi petición dijeron: “no tenemos cambio”. Después intenté en una tortillería y para mi sorpresa obtuve el mismo resultado: miradas recelosas, la mano escondida debajo del mostrador quizá empuñando un garrote, un cuchillo o una pistola. Me presenté en otras tiendas y tuve el mismo resultado fallido. Luego intenté con los conductores de los colectivos, pero ellos, más frustrados por transitar una ruta establecida al calor bochornoso de las nueve la mañana ni siquiera contestaron mi pregunta de “¿podría cambiarme este billete por billetes de cien o de cincuenta?”. En sus miradas ceñudas noté rabia acumulada que bien podrían liberar a golpes contra cualquiera, por lo que decidí no preguntar más.
Al no hallar quién cambiara el billete volví a la clínica con la esperanza de que allí me ayudaran, pues ya llevaba casi una hora dando vueltas. Sin embargo, el resultado fue peor. “Ujule, ese billete ni lo conocemos” dijo un tipo alto y flaco como una lombriz, y quien se me quedó mirando con aires de gallito de pelea en busca de retador. El colmo de aquella ignominia fue cuando el policía se me acercó y con su mirada intento hurgar entre mis ropas en busca de un arma o algo por el estilo. Luego se retiró a su silla y desde allá continuó observándome.
Tras el fracaso volví a la calle y me dirigí a un taller mecánico. Pregunté por “el maestro” con un jovencito que se veía alegre y buena gente, pero que no dejaba de acariciar una llave de cruz con las manos. “Yo soy, ¿qué quieres?”, respondió altanero. Le comenté de un jalón mi problema y mi desesperación, y quizá en mi perorata supuso una confesión porque al momento dijo condescendiente, “¡ay hermanito!, aquí nadie te cambiará ese billete, ¿no ves que esa era la forma en como operaban los malandrines de antes para robar las tiendas?”, fue cuando comprendí el enrejado en la mayoría de los negocios. “Ándate para alguna gasolinera y vuelves”, dijo. Le agradecí el consejo y obedecí al momento.
Una hora más tarde salí de aquella clínica con un certificado médico que me acreditaba un excelente estado de salud física y mentalmente, con sesenta y cinco pesos menos, y con un hambre que amenazaba con desmayarme.
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