Rita abordó un avión a las
nueve de la mañana y nos dejó a Eduardo y a mí con los ojos y la sonrisa
tristes. Dijo que volvería en una semana y nos las arregláramos sin ella. Sin
embargo, ante la expectativa de quién haría de comer, lavaría la ropa e iba a
mimarnos y a regañarnos pensé en alcanzarla en el próximo avión del día
siguiente. Si no lo hice fue porque mi suegra salió a nuestro rescate. Prometió
apoyarnos en la ausencia de su querida hija. En las mañanas iría al trabajo, y
las tardes, Eduardo y yo, caminaríamos los rincones de la ciudad.
El primer
día sin Rita casi desfallezco de cansancio, pues el calor me dejó peor que
boxeador noqueado. Si a lo anterior agrego los juegos de mi hijo de casi cuatro
años como consecuencia de su energía inagotable, mi situación de padre amoroso
se complicaba de forma considerable, pues lo único que deseaba al volver del
trabajo era dormir.
Esa tarde
al volver de mis actividades tomé la cámara fotográfica, puse a Eduardo unas
chanclas, un short, una playerita y emprendimos el viaje a la ciudad de Chiapa
de Corzo entre gritos, abrazos, besos y sonrisas que mi cachorrito de tez
blanca y regordete me proveyera. Pensé que la ausencia de Rita nos empujaba a
los brazos del otro para salvar la nostalgia que nos dejaba su partida. En el
coche, fuera del alcance de la mirada de mi suegra nos abrazamos y dijimos lo
mucho que nos extrañamos las pocas horas que duró mi ausencia. Después de
nuestra terapia de besos y abrazos partimos a la ciudad de don Ángel Albino
Corzo entonando la canción El gavilán
pollero.
Llegamos a
las siete treinta de la noche y en la plaza había poca gente y corría un viento
fresco que desojaba los árboles. Apenas al estacionar el coche, Eduardo salió
en una carrera desbocada como un animalito recién liberado. No dejaba de gritar
y de exigirme corriera y saltara tras él. Cumplí a medias, pues lo que yo
deseaba era estirarme sobre una de aquellas banquitas humildes y saborear un
helado de mamey mientras el viento que subía de río se estrellaba en mi cansada
humanidad. Ni modos, es el precio por un hijo listo y loquito, pensé mientras
corría tras él haciéndola de Superman, uno de los súper héroes que admira
Eduardo.
Le dimos
una vuelta al hermoso quiosco colonial construido con ladrillos y que tiene una
fuente de aguas sucias de mierda de pájaros que viven en el techo del mismo, y
que según reza la tradición es milagrosa. Allí observé a una pareja que se
prodigaban besos lujuriosos mientras de espalda a la fuente lanzaban monedas a
esta. Seguro ella pensaba en matrimonio y él en hotel. Después de media hora de
acariciarse de manera indecente desaparecieron, lo que me llevó a pensar en acercarme
a esas aguas y tirar monedas. Quizá alguno de mis deseos se me cumpliera. En
eso andaba entretenido, cuando Eduardo volvió al ataque, me tomó las manos e
insistió en dar otra vuelta. No conforme con ello pidió corriéramos alrededor
de la ceiba que se halla en ese lugar y que dicen los habitantes tiene más de
quinientos años, y mide veinte metros de alto y tres y medio de ancho. Quizá Eduardo
vio que estaba a punto del desmayo porque me dijo me fuera a sentar un rato, lo
cual obedecí como un padre que acepta las ordenes del hijo sin respingos.
Lo observé
desde la banca. Corría y daba saltos cortos como un venadillo que empieza a
adaptarse a su hábitat. Desde allá gritaba, ¡papá, ven!, a lo que yo respondía
con sonrisitas de hombre a medio morir, pues no es fácil pasar la mañana
trabajando en talleres de promoción a la lectura y por la tarde jugar con un
niño de casi cuatro años que pareciera nunca se le terminará las energías. En esas
carreras andaba mi hijo cuando descubrió un puesto ambulante donde pintan
mascaras con tinta natural, según dijeron las pintoras de rostro. Eduardo pidió
lo pintarán de hombre araña y justo cuando terminaron de maquillarlo me declaró
la guerra. Dijo que yo era su enemigo y que si no corría ahí mismo me dejaría
como cucaracha fumigada con insecticida raid. Cabe aclarar que iba armado con
una rama de árbol que halló por ahí, y así como que no quiere la cosa empecé a
correr. Así me tuvo hasta que la sed le paró las fuerzas. Di gracias al creador
por ese receso, pues mis piernas ya no aguantaban mis casi noventa kilos de
peso.
Fuimos a
un oxxo y compramos jugos y agua y una revista Proceso que hojeé frente a la cajera. Al salir nos topamos con una
jovencita cuerpo voluptuoso que le hizo una caricia a mi hijo y que yo
correspondí mirándole las nalgas y las piernas formaditas. Nos sentamos sobre
una banca donde observamos el cielo estrellado y una luna resplandeciente que
señoreaba el firmamento, mientras el viento fresco se metía en nuestras ropas acariciándonos
la piel, y donde hice un par de tomas fotográficas. Al ver la extensión de la
plaza que bien podría medir una hectárea o quizá un poquito menos pensé en lo
fácil que es bajar de peso dándole de dos a tres vueltas diarias.
Al
terminar nuestros jugos, Eduardo insistió en dar otra vuelta por allí y yo,
mañosamente, lo conduje al coche. Subimos, encendí el automóvil y a las dos
cuadras de haber conducido, Eduardo me besó, me dijo te quiero papi y se
durmió.
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