Eduardo y yo fuimos al parque
infantil donde solía ir con mi madre de niño. Allí siguen el trenecito que
rodea el jardín, también las tinas locas que hacen vomitar si no se está acostumbrado
a los vértigos, los tiros al blanco con rifles de balines desafiando la
puntería, las tienditas que venden sodas y sabritas y otras golosinas; también
se halla el teatro al aire libre donde hace tiempo vi a una cantante llorar y
de la cual me enamoré por su delgadez y belleza en el rostro. También siguen
esas lanchitas a las que nunca subí por falta de dinero. Y lo sorprendente, aún
sigue la avioneta que es como el distintivo del parque. Pero lo que ya no
están, ni estarán, son los árboles. Muchos desaparecieron, fueron talados para
hacer espacio y construir edificios que están cerrados e inservibles. De esos
hay muchos. Esas construcciones dan cuenta de la guerra del cemento contra la
selva, dije a Eduardo que no dejaba de pedir monedas de cinco pesos para las
motocicletas mecánicas.
Después de
recorrer los múltiples caminitos del parque en busca de mis recuerdos de niño,
subimos al trenecito que Eduardo disfrutó y festejó con gritos y risas. Como
premio al paseo me dio un beso y un gancho al estomago que aguanté sin
doblarme. El tren pasó por entre los escasos árboles y donde antes hubiera un
castillo de Chapultepec y los dinosaurios, y que ahora en su lugar hay
edificios coloridos y feos. Luego pasamos por el túnel de color mostaza y después
llegamos a un costado del boulevard que lleva a la secretaría de educación y
que termina en la calzada al sumidero donde culminó el recorrido por el cual
pagamos veinticinco pesos. Al bajarnos abracé a mi hijo porque de pequeño quise
subirme a ese mismo trenecito y nunca pude por temor. Ahora lo hice y con mi
hijo, pensé. Lo triste es que la barriga de tinaja y las piernas no me
permitieron sentirme cómodo.
Después fuimos al centro del parque y desde allí
observé con tristeza que los árboles que estaban en el lado sur del mismo fueron
deforestado para la construcción de un estacionamiento y que seguro las trozas
sirvieron para muebles de algún político. Es el costo por modernizarnos, me
dije sumamente encabronado. Tomé la mano de mi hijo y salimos de allí. Él
sonriendo y dando saltos mientras sus escasos rizos revoloteaban al viento. Yo
triste y en silencio. A este paso los hijos de mi hijo no conocerán que en
Tuxtla hubo un parque infantil, me dije mientras observaba un busto de Juan
Sabines Guerrero.
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