Se puso un sombrero de palma
y dijo vamos al zoológico. Como buen padre le seguí mientras me ordenaba
ponerme el mío. Tu serás mi ayudante y yo el antropólogo, dijo Eduardo moviendo
las manitas como un director de
orquesta. Se puso los anteojos de sol y subimos al carro para continuar nuestras
correrías sin Rita. En el trayecto al zoológico Miguel Álvarez del Toro, Eduardo
me hizo ver la importancia de que yo reconociera su papel como especialistas en
antropología. Dijo que su tendencia a esa disciplina de la ciencia tenía sus
orígenes en un libro y un cd que le regalara Isis, amiga de Rita, en la ciudad
de Comitán. En el material se explica a detalle la vida de las águilas y de
otros animales, lo cual cautivó la atención de mi pequeño. Sin embargo, lo que
no entendí fue de dónde sacó la palabra antropólogo.
Llegamos al estacionamiento del zoológico y el sol ardía
en el pavimento y en nuestras cabezas. Allí un viejecito que llevaba un pañuelo
rojo atado al cuello fue quien nos buscó un lugar dónde estacionar el coche, a lo
que Eduardo agradeció con una sonrisa. Luego nos dirigimos a la entrada que es
una especie de túnel construido con algún material que le da un toque a barro.
Al franquearlo nos hallamos con los primeros chicozapotes que resguardan la
entrada del parque, y que propició que Eduardo iniciara sus primeras
expediciones como investigador. Se puso a gatas y empezó a observar el tronco
de los árboles diciendo que allí vivían dinosaurios y algunas Águilas como el
Secretario. Al verme parado me ordenó ayudarlo en sus pesquisas, pues deseaba
hallar el lugar donde los dinosaurios tenían sus huevos para tomarlos y
comérnoslo a la hora de la cena.
Como no hallamos tales animales
nos dirigimos a donde se paga la
cuota, no sin antes admirar el tallado de
madera que ejemplifica a don Miguel Alvares del Toro y fundador del parque.
Pagamos veinticinco pesos e ingresamos con la idea, según Eduardo, de que el zoológico era un safari y que allí se encontraban leones,
cebras y elefantes. Le expliqué que allí sólo hallaríamos una representación de
los animales que existen en nuestro estado, y que las fieras que él mencionaba habitaban
otros lugares con características geográficas muy distintas a Chiapas. Mientras
yo decía esto con aire de maestro, Eduardo se me quedó mirando entre enojado y
triste y dijo: ¿podrías callarte, ayudante? Aquí yo soy el maestro, el que
manda, el que sabe, tú sólo debes ayudarme. Y se dirigió a observar los patos
que nadaban con la quietud de un tronco en el estanque de aguas sucias.
Después de la llamada de atención por mi jefe, decidí
hacer lo que él ordenara. Luego de mirar los patos y hacer unas tomas
fotográficas, Eduardo pidió ir a donde estaban los cocodrilos, a lo cual accedí
humilde. Allí estaban atirantados dentro del agua, quietos y silenciosos.
Después caminamos hacia la casa de pájaros donde mi hijo se entretuvo jugando
tiro al blanco con los peces de colores que nadaban en la quietud del agua,
mientras las torcazas desparramaban su canto quejumbroso desde los plátanos y
naranjos.
Posterior a nuestra visita a los pájaros fuimos a la casa
nocturna donde Eduardo, provisto de rama en mano que la hacía de espada,
enfrentó la oscuridad creyendo era la cueva del tigre diente de sable que días
antes viera en la exposición de paleontología en la explanada del teatro de la
ciudad Emilio Rabasa. Después me ordenó tomarle la mano para conducirlo en
aquel pasillo donde la gente se agolpaba en busca de un mejor ángulo para ver
al armadillo de conchas relucientes que se apretujaba en una esquina de su
cubículo, luego nos disputamos un lugarcito para ver al zorrillo plateado que
hacía piruetas en la raíz de un árbol artificial. Al llegar al espacio de los
tlacuaches cuatro ojos, Eduardo inició una perorata contra aquellos seres
espeluznantes que destilaban curiosidad de sus grandes ojos redondos y la cara
pequeña. Dijo que eran seres de otro mundo que venían a atacarnos, por lo que
la emprendió a estocadas contras los tlacuaches que se descolgaban de las ramas
sin hacer caso de nosotros. Casi al final nos topamos con los murciélagos que
colgaban del techo de la cuerva artificial y que Eduardo no pudo distinguir.
Después continuamos con los monos que se columpiaban con libertad
en las ramas de los chicozapotes y a los que hicimos un par de tomas
fotográficas. En eso andaba cuando Eduardo dijo que uno de ellos, el mas
pequeño, se parecía a él. Lo anterior causó risa a los paseantes que se
hallaban a nuestro lado y que seguro venían del centro de la republica por el
acento cantadito. Después continuamos con los coyotes que asesaban con el
hocico abierto y la lengua de fuera como si con ello espantaran el calor que
les quemaba las entrañas. Íbamos con rumbo a las águilas cuando Eduardo anunció
ya no era antropólogo, sino un monito araña y empezó a saltar y a columpiarse
de lianas imaginarias. Cuando vio a las águilas dijo que la más chingona de las
aves son las reales porque vuelan muy alto y son excelentes cazadoras. De allí
jalamos rumbo a las iguanas deteniéndonos a cada momento que a mi hijo monito
le daban ganas de saltar y hacer piruetas. Llegamos con las iguanas y Eduardo
no puso atención, pero en cambio se entretuvo con un venadito cola blanca que
cruzó muy campante el andador. Mi hijo lo observó primero con atención, y
después le declaró la guerra y se le fue encima con gritos y estocadas con la
espada imaginaria.
Pasamos arroyitos que susurraban un murmullo quieto y
apacible a los troncos de los mangos y chicozapotes. Algunas veces nos
detuvimos a descansar a la sombra de los árboles sentados en bancas o sobre los
andadores. Fue cuando Eduardo dijo que lo cargara, pues ya no aguantaba más. Le
dije que estábamos iguales, que me disculpara, pero no podría cargarlo. En todo
caso podría abrazarlo por espacios cortos. Empezó a quejarse de cansancio en
los piecitos y después en las piernas. Luego dijo que tenía sed y que deseaba
un jugo, lo cual me hizo sentir cruel por no cargar agua. Como consuelo le
mencioné que estábamos cerca del puesto de refrescos, pero a decir verdad
faltaban muchos pasos para llegar a él.
De ahí en
adelante todo se volvió un martirio y ya no pusimos atención a los jabalíes, ni
al tapir, ni a los gavilanes, ni a los tucanes. Tampoco reparamos en el
leoncillo, ni en el tigrillo ni en el puma ni en el jaguar. Lo único que
deseábamos era un trago de agua. Cuando al fin llegamos al local nos
abalanzamos contra refrescos y aguas como un par de moribundos. Luego de calmar
la sed y el cansancio en las bancas de aquel negocio, dimos cuenta de un mango
con limón y chile que compramos en quince pesos. Después de comer iniciamos la
caminata a la salida no sin antes entretenernos en los arroyitos donde
mojábamos nuestras cabezas infringiendo la indicación de no salirse del
sendero.
Después de media hora de camino llegamos a la salida
donde Eduardo mencionó era un venadito, por lo que se despojó del sombrero para
que no tapara sus cuernos. Luego me pidió lo abrazara a lo que accedí amoroso. En
el estacionamiento, Eduardo se entretuvo charlando con el mismo anciano que
antes nos recibiera. El señor exclamó, ¡que niño tan bonito!, y Eduardo
respondió un poco enojado, ¡no soy niño, soy un venadito!, a lo que el otro
contestó con una sonrisa humilde y una caricia a la cabeza de mi pequeño hijo
venadito. Luego subimos al coche y tras agradecer la atención del anciano con
una moneda de diez pesos, partimos.
Rita llamó y dijo llegaría a
las doce de la noche, lo que supuso el fin de nuestras correrías, porque justo tenía
pensado llevar a mi hijo a un bar. Allí conocería otra faceta de la vida en el
rostro de los bohemios y borrachos trasnochados; sin embargo, y gracias a la
vida, Rita llamó diciendo que volvía del viaje. Así que a las siete treinta
salí de casa para reunirme con amigos, y a las diez de la noche iba con rumbo
al aeropuerto internacional de Tuxtla a ciento veinte kilómetros por hora.
Mientras Rita llegaba, leí la revista Proceso que comprara en Chiapa de Corzo
en compañía de hijo. Muchos, igual que yo, esperaban a familiares, pero sin leer
e intranquilos. Iba a levantarme para salir a fumar cuando anunciaron que el
vuelo de las doce llegaba, y minutos después tenía a Rita frente a mí como si
nada. Subimos al coche y emprendimos el viaje de regreso a la casa donde
Eduardo dormía plácidamente a lado de la abuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola. Aquí puedes dejar tus comentarios.