viernes, 10 de mayo de 2013

De la mano con Eduardo (tres de tres)


Se puso un sombrero de palma y dijo vamos al zoológico. Como buen padre le seguí mientras me ordenaba ponerme el mío. Tu serás mi ayudante y yo el antropólogo, dijo Eduardo moviendo las  manitas como un director de orquesta. Se puso los anteojos de sol y subimos al carro para continuar nuestras correrías sin Rita. En el trayecto al zoológico Miguel Álvarez del Toro, Eduardo me hizo ver la importancia de que yo reconociera su papel como especialistas en antropología. Dijo que su tendencia a esa disciplina de la ciencia tenía sus orígenes en un libro y un cd que le regalara Isis, amiga de Rita, en la ciudad de Comitán. En el material se explica a detalle la vida de las águilas y de otros animales, lo cual cautivó la atención de mi pequeño. Sin embargo, lo que no entendí fue de dónde sacó la palabra antropólogo.

Llegamos al estacionamiento del zoológico y el sol ardía en el pavimento y en nuestras cabezas. Allí un viejecito que llevaba un pañuelo rojo atado al cuello fue quien nos buscó un lugar dónde estacionar el coche, a lo que Eduardo agradeció con una sonrisa. Luego nos dirigimos a la entrada que es una especie de túnel construido con algún material que le da un toque a barro. Al franquearlo nos hallamos con los primeros chicozapotes que resguardan la entrada del parque, y que propició que Eduardo iniciara sus primeras expediciones como investigador. Se puso a gatas y empezó a observar el tronco de los árboles diciendo que allí vivían dinosaurios y algunas Águilas como el Secretario. Al verme parado me ordenó ayudarlo en sus pesquisas, pues deseaba hallar el lugar donde los dinosaurios tenían sus huevos para tomarlos y comérnoslo a la hora de la cena.

Como no hallamos tales animales nos dirigimos a donde se paga la
cuota, no sin antes admirar el tallado de madera que ejemplifica a don Miguel Alvares del Toro y fundador del parque.

Pagamos veinticinco pesos e ingresamos con la idea, según Eduardo, de que el zoológico era un safari y que allí se encontraban leones, cebras y elefantes. Le expliqué que allí sólo hallaríamos una representación de los animales que existen en nuestro estado, y que las fieras que él mencionaba habitaban otros lugares con características geográficas muy distintas a Chiapas. Mientras yo decía esto con aire de maestro, Eduardo se me quedó mirando entre enojado y triste y dijo: ¿podrías callarte, ayudante? Aquí yo soy el maestro, el que manda, el que sabe, tú sólo debes ayudarme. Y se dirigió a observar los patos que nadaban con la quietud de un tronco en el estanque de aguas sucias.

Después de la llamada de atención por mi jefe, decidí hacer lo que él ordenara. Luego de mirar los patos y hacer unas tomas fotográficas, Eduardo pidió ir a donde estaban los cocodrilos, a lo cual accedí humilde. Allí estaban atirantados dentro del agua, quietos y silenciosos. Después caminamos hacia la casa de pájaros donde mi hijo se entretuvo jugando tiro al blanco con los peces de colores que nadaban en la quietud del agua, mientras las torcazas desparramaban su canto quejumbroso desde los plátanos y naranjos.

Posterior a nuestra visita a los pájaros fuimos a la casa nocturna donde Eduardo, provisto de rama en mano que la hacía de espada, enfrentó la oscuridad creyendo era la cueva del tigre diente de sable que días antes viera en la exposición de paleontología en la explanada del teatro de la ciudad Emilio Rabasa. Después me ordenó tomarle la mano para conducirlo en aquel pasillo donde la gente se agolpaba en busca de un mejor ángulo para ver al armadillo de conchas relucientes que se apretujaba en una esquina de su cubículo, luego nos disputamos un lugarcito para ver al zorrillo plateado que hacía piruetas en la raíz de un árbol artificial. Al llegar al espacio de los tlacuaches cuatro ojos, Eduardo inició una perorata contra aquellos seres espeluznantes que destilaban curiosidad de sus grandes ojos redondos y la cara pequeña. Dijo que eran seres de otro mundo que venían a atacarnos, por lo que la emprendió a estocadas contras los tlacuaches que se descolgaban de las ramas sin hacer caso de nosotros. Casi al final nos topamos con los murciélagos que colgaban del techo de la cuerva artificial y que Eduardo no pudo distinguir.

Después continuamos con los monos que se columpiaban con libertad en las ramas de los chicozapotes y a los que hicimos un par de tomas fotográficas. En eso andaba cuando Eduardo dijo que uno de ellos, el mas pequeño, se parecía a él. Lo anterior causó risa a los paseantes que se hallaban a nuestro lado y que seguro venían del centro de la republica por el acento cantadito. Después continuamos con los coyotes que asesaban con el hocico abierto y la lengua de fuera como si con ello espantaran el calor que les quemaba las entrañas. Íbamos con rumbo a las águilas cuando Eduardo anunció ya no era antropólogo, sino un monito araña y empezó a saltar y a columpiarse de lianas imaginarias. Cuando vio a las águilas dijo que la más chingona de las aves son las reales porque vuelan muy alto y son excelentes cazadoras. De allí jalamos rumbo a las iguanas deteniéndonos a cada momento que a mi hijo monito le daban ganas de saltar y hacer piruetas. Llegamos con las iguanas y Eduardo no puso atención, pero en cambio se entretuvo con un venadito cola blanca que cruzó muy campante el andador. Mi hijo lo observó primero con atención, y después le declaró la guerra y se le fue encima con gritos y estocadas con la espada imaginaria.

Pasamos arroyitos que susurraban un murmullo quieto y apacible a los troncos de los mangos y chicozapotes. Algunas veces nos detuvimos a descansar a la sombra de los árboles sentados en bancas o sobre los andadores. Fue cuando Eduardo dijo que lo cargara, pues ya no aguantaba más. Le dije que estábamos iguales, que me disculpara, pero no podría cargarlo. En todo caso podría abrazarlo por espacios cortos. Empezó a quejarse de cansancio en los piecitos y después en las piernas. Luego dijo que tenía sed y que deseaba un jugo, lo cual me hizo sentir cruel por no cargar agua. Como consuelo le mencioné que estábamos cerca del puesto de refrescos, pero a decir verdad faltaban muchos pasos para llegar a él.

De ahí en adelante todo se volvió un martirio y ya no pusimos atención a los jabalíes, ni al tapir, ni a los gavilanes, ni a los tucanes. Tampoco reparamos en el leoncillo, ni en el tigrillo ni en el puma ni en el jaguar. Lo único que deseábamos era un trago de agua. Cuando al fin llegamos al local nos abalanzamos contra refrescos y aguas como un par de moribundos. Luego de calmar la sed y el cansancio en las bancas de aquel negocio, dimos cuenta de un mango con limón y chile que compramos en quince pesos. Después de comer iniciamos la caminata a la salida no sin antes entretenernos en los arroyitos donde mojábamos nuestras cabezas infringiendo la indicación de no salirse del sendero.

Después de media hora de camino llegamos a la salida donde Eduardo mencionó era un venadito, por lo que se despojó del sombrero para que no tapara sus cuernos. Luego me pidió lo abrazara a lo que accedí amoroso. En el estacionamiento, Eduardo se entretuvo charlando con el mismo anciano que antes nos recibiera. El señor exclamó, ¡que niño tan bonito!, y Eduardo respondió un poco enojado, ¡no soy niño, soy un venadito!, a lo que el otro contestó con una sonrisa humilde y una caricia a la cabeza de mi pequeño hijo venadito. Luego subimos al coche y tras agradecer la atención del anciano con una moneda de diez pesos, partimos.



Rita llamó y dijo llegaría a las doce de la noche, lo que supuso el fin de nuestras correrías, porque justo tenía pensado llevar a mi hijo a un bar. Allí conocería otra faceta de la vida en el rostro de los bohemios y borrachos trasnochados; sin embargo, y gracias a la vida, Rita llamó diciendo que volvía del viaje. Así que a las siete treinta salí de casa para reunirme con amigos, y a las diez de la noche iba con rumbo al aeropuerto internacional de Tuxtla a ciento veinte kilómetros por hora. 

Mientras Rita llegaba, leí la revista Proceso que comprara en Chiapa de Corzo en compañía de hijo. Muchos, igual que yo, esperaban a familiares, pero sin leer e intranquilos. Iba a levantarme para salir a fumar cuando anunciaron que el vuelo de las doce llegaba, y minutos después tenía a Rita frente a mí como si nada. Subimos al coche y emprendimos el viaje de regreso a la casa donde Eduardo dormía plácidamente a lado de la abuela. 

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