Para Gabriel Jiménez, mi abuelo, con cariño.
A menudo me pregunto
dónde, cuándo y cómo se originó mi gusto por los libros, si la lectura no te
vuelve millonario o te permite un ascenso en el empleo. ¿Entonces para qué
leer? Cuando tus conocidos se enteran de que prefieres una novela a un partido
de futbol te ven como si presenciaran la masacre de un sapo, lo cual es de
comprender. Por ello la vida del lector está consagrada a la soledad, lo cual
no significa que este sea un aburrido. Si me pidieran una definisión diría que
un lector es una persona que aborrece la hipocresía y las injusticias, y goza de
un alto nivel de reflexión, y no acepta nada como algo “terminado”. Todo lo
concibe como algo en construcción. Así pues, un lector, a su manera, es un ser
feliz y apasionado. Ten cuidado si hayas uno cerca de ti.
Lo anterior me recuerda
a mi abuelo Gabriel (Gabe de cariño). Yo tenía cinco o seis años, y Emiliano
Zapata, era un lugarcito rodeado de montañas, caminos de terracería y casas de
tablas o bajareque. Mis abuelos vivían cerca del arroyo donde los sapos y las
ranas croaban con insistencia. Oírlos era un bálsamo para el cansancio del día.
Al anochecer la colonia lucía quieta e iluminada por la luna. Sólo se percibía
el coro de los sapos y el chirriar de los grillos. A ese lugar nos mandaban
nuestros padres en vacaciones.
Y fue allí, cerca del arrollo, donde escuché mis
primeras historias. La casa de mi abuelo tenía
dos habitaciones, sala amplia con las paredes adornadas con cuadros religiosos,
y una cocina espaciosa. En un rinconcito de la sala mi abuelo tenía una mesa
descolorida cubierta con un mantel de colores llameantes y libros sobre ella. Sólo
algunos tomos tenían imágenes, los demás no. De ellos recuerdo uno que estaba
forrado en piel y desprendía un aroma a papel nuevo. Era la Biblia.
Mi abuelo, en ese
entonces delgado, un poco calvo y mirada de ratón nervioso nos agasajaba con
refrescos embotellados como muestra de su cariño, además de leernos historias bíblicas. Nos despertaba a las cinco de la mañana pese a que nosotros, los
nietos, rezongábamos cuando el frío se filtraba a nuestros cuerpecillos
cálidos. El objetivo era reunirnos en círculo
frente a la hamaca donde él, con la biblia en las manos, se preparaba para leer
en voz alta. Su voz quieta como el murmullo de un arroyo terminaba por
adormecer de nueva cuenta a mis primos.
Saber qué pasaría con
Sansón era lo que mantenía mi interés. Mi abuelo, sabedor de eso, leía con más
interés. Con calma. Con fuerza. Con pasión. Con tristeza. Y eso era lo que me
atrapaba. Oír una historia leída o contada por mi abuelo era como tener un
televisor pantalla plana y amplificador en casa. Todo se me presentaba nítido
en la mente. En esos momentos me olvidaba del sueño y del tiempo. La maravilla
era la voz del abuelo.
Él quería evangelizarme
y yo deseaba ir a donde ordenara siempre que me contara aquellas historias. Así
que motivado por sus lecturas y consejos me volví religioso del séptimo día. En
la iglesia oí más historias, pero ninguna como las que contaba el abuelo,
aunque fueran las mismas. ¿Qué las hacía diferentes? La voz y la forma en cómo
las contaba. Mi abuelo resultó, pienso a veinticinco años de distancia, un
excelente promotor de lectura. Aún recuerdo las historias del rey David,
Sansón, Daniel en el foso de los leones y el rey Nabucodonosor, Adán y Eva,
Abraham, Job, Isaac, Esaú y Jacob; así como las temibles profecías
apocalípticas donde bestias con cuernos emergen del mar. Y por último, el fin
de los días con la llegada de Jesús por segunda vez a la tierra. Todo esto lo
supe antes de aprender a leer, y gracias a mi abuelo.
Se puede decir que yo
sin saber descifrar las letras leía. Pienso que un lector no sólo es el aquel
que decodifica códigos, sino que abarca al que sin conocer la palabra escrita,
comprende el significado de ésta y se apropia de la historia cuando alguien se
la cuenta. Entendido así podemos leer música, el clima, olores, sabores, y una
gran variedad de cosas. Gracias a mi abuelo, antes de aprender a leer, me volví
lector. Y con ello apareció el morbo. La curiosidad por lo oculto.
En las historias que el
abuelo narraba descubrí el deseo. Quizá a ustedes nunca les pasó, lo cual no significa
que no pueda pasarles aún. Mi historia preferida era la de Sansón y Dalila.
¿Saben por qué?, por Dalila. A mis seis años me parecía la mujer perfecta.
Única. Más linda que Eva en el paraíso. Me enamoré de sus pies pequeños y
delicados. De su piel blanca y su pelo largo y negro cayéndole en cascada sobre
los hombros. De sus ojos grandes y redondos. Una mirada de Dalila hubiera
bastado para enloquecer. Y qué decir de su cuerpo esbelto, ágil como un felino.
Contra lo que recomendaba mi abuelo de no ver a las mujeres desnudas, yo la
imaginaba sin ropa, con sus pechos firmes apuntando a mis ojos. También pensaba
en sus piernas largas, esbeltas y suaves. Aún mi pensamiento no lograba
concretar el acto carnal.
Lo más triste para mi en
ese entonces era imaginar a un grandulón como Sansón, oliendo a muerte tras
despedazar a una bestia, que llegaba como si nada a casa de Dalila, se abraza a
su talle, le besaba los labios y el cuello, y luego, sonriendo coquetos, se
dirigían a la habitación para hacer el amor. ¿Qué sucedía en mí si sólo era una
historia? Estaba celoso de Sansón, y llevado por la envidia mentalmente hacía
pactos con Satán para vengar mi afrenta.
Si mi abuelo hubiera
sabido lo que yo pensaba, seguro me manda a ayunar días enteros para espantar
al demonio que rondaba mis pensamientos. Sin embargo, es el riesgo que se corre
en una lectura. Yo leo y tú te imaginas la historia como gustes. Si logras eso,
la lectura quedará en la memoria de los escuchas. Ejemplo de ello es mi caso que
ahora sí, sabedor de lo que podríamos hacer Dalila y yo, la sigo deseando y
aborreciendo más a Sansón.
De todos los nietos a
los que leía el abuelo, el único que le gustó los libros fui yo, como también
el más rebelde. ¿Tiene que ver la lectura con la rebeldía? Si. El lector es
inconforme por naturaleza. En sus lecturas sustenta su rebeldía. No acepta nada
como producto acabado. Su imaginación lo lleva a plantearse preguntas y a
buscar respuestas. A no callar. El lector
cuestiona aquello que para otros resulta una verdad incuestionable. Y entonces
viene la reivindicación de su individualidad. Compara lo que aprendió de niño y
lo que va descubriendo. Ello pone de manifiesto que no existen verdades únicas.
Que todo es relativo. Que allá afuera, en el mundo, la vida se concibe de mil
formas.
Leer nos ayuda a
descubrir los mundos que habitan a nuestro alrededor y a interactuar con ellos.
Gracias al abuelo yo descubrí la magia de las historias cristianas, además de
las normas eclesiasticas, aunque no me gustaron. Fue una experiencia triste.
Intentaron por muchos medios domar mi rebeldía. Algunos amenazaron con que mi
alma sería desterrada al infierno y de allí no saldría sino dejaba de portarme
mal. Portarse mal, para que entendamos, era hacer lo que un niño de seis años
desea: jugar y hacerse muchas preguntas, principalmente de aquello que se
esconde. El sexo, para hacer preciso. Así que de pequeño supe dos cosas: las
historias son geniales en la medida que motiva a imaginar mundos, pero las
normas, con su rigidez, intentan, por todos los medios, destruir la libertad
del alma: la imaginación.
Lo anterior sucedió cuando
llegué al colegio. Mi madre dijo que me iría bien. Era cosa de poner atención y
obedecer. El primer día tuve desconfianza, más adelante pánico. Dentro del
salón había mesabancos pintarrajeados, basura, gises en la mesa del profesor,
un globo terráqueo y una regla para el castigo. Los niños estábamos en silencio
con la cabeza gacha. ¿Por qué venir a la escuela?, me preguntaba mientras
esperábamos al maestro que no llegaba. Cuando le dije a mi abuelo que iría a la
escuela, dijo que allí aprendería a leer y entonces podría leerle historias a
él. Sin embargo, ahora, en aquel salón encerrado, donde el vuelo de una mosca
no pasó desapercibido, yo tenía miedo. Al fin llegó el profesor. Un tipo alto y
barrigón. No recuerdo su nombre, como tampoco recuerdo qué me enseñó.
Dicen que lo que bien se
aprende, no se olvida. Lo digo porque hubo un tiempo, ya cuando empezaban a
salirme espinillas en la cara, que dejé de visitar al abuelo y por consecuencia
la lectura. En la escuela todo iba mal. Los maestros decían que yo era un
desobligado. Que no tenía futuro como estudiante. Que lo mejor era me emplearán
en alguna actividad. Lo decían porque yo no mostraba interés en sus clases. Las
matemáticas eran un infierno. El español un dolor de cabeza. Quizá sólo pudo
salvarse Historia de no ser porque los maestros la minimizaron a los resúmenes.
Ante ello me dediqué a no hacer nada. Los resúmenes y las matemáticas me
provocaron aversión a la escuela. Y aquello que el abuelo me enseñara empezaba
a decaer.
¿Por qué en vez de
repetir la historia de Colón y su tropiezo con América, los maestros no se
dedican a leernos historias de piratas? Creo que los alumnos disfrutaríamos más.
Llegué a la preparatoria y las cosas siguieron igual, sin libros ni lecturas.
En la biblioteca de la escuela había muchos textos, pero intocables. Para tomar
uno teníamos que firmar una carta responsiva por el mamotreto. Si algo le
pasaba, aunque sólo se rayara, lo pagaríamos. Eran libros nuevos, sin hojear.
Sin embargo, el miedo de pagar un libro cuando uno sólo cuenta con dinero para
los tacos, era un impedimento más para leer. Decidí no hacerlo.
Sin embargo, cuando uno
ha estado en contacto con las historias y hemos encontrado en ellas un momento
de felicidad el destino está hechado. Quieras o no, tarde o temprano, serás
lector. Recuerdo que lo primero que hice cuando supe leer, fue imitar a mi
abuelo en la lectura. Inicié leyendo la biblia para encontrarme con mis
historias. Allí estaban, quietas, en espera de que alguien las leyera. La
terminé en un año, y al finalizar hablé con mi abuelo y platicamos sobre
algunos pasajes bíblicos. Hablar con él sobre la biblia que lo consideraba un
libro sagrado me hizo sentirme a su nivel intelectual. Yo sentía que era
cómplice de lo que él, con anterioridad, había descubierto en aquel libro
grueso y de hojas finas: el gusto por las historias. Así que si me preguntan
cómo se vuelve uno lector, yo diría que por imitación y teniendo un abuelo como
el mío que a sus setenta y cinco años sigue despertando a las cinco de la
mañana para leer y releer pasajes de su hermosa biblia forrada con piel y aroma
a papel guardado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola. Aquí puedes dejar tus comentarios.