Ornán Gómez; Luis Antonio Rincón García; Elizabteh Figueroa Castellanos. |
Después de leer El salto de los duendes de Luis Antonio
me pregunté: ¿Son los duendes del mundo, de México, Chiapas, o Tuxtla Gutiérrez
iguales? No lo creo. Los de Luis Antonio, por ejemplo, danzan El parachico, visten trajes coloridos,
limpios y típicos de Chiapa de Corzo, quizá hasta comen pepitas con tasajo
antes del baile, viven en cuevas o ruinas de alguna iglesia, porque desde allí
cuidan la tradición de la ciudad. Es decir, son duendes cultos. Los míos, los
que me regalara la abuela Matilde, habitaban en montañas, eran sucios,
despeinados, morenitos, y dedicaban sus energías sobrenaturales a molestar a
las personas que caminaban por las veredas solitarias. Es posible que hasta espiaran
a la mujeres semidesnuda cuando iba a bañarse a los arroyos. Si alguien
caminaba a solas por las montañas, los duendes le tiraban piedrecillas. Si la
persona andaba borracho, los duendes le saltaban al camino, lo tiraban panza
arriba y con sus uñas largas y curvas le hacían cosquillas en pies y barriga. Luego
le arrebataban la botella de aguardiente para emborracharse. Seguro que en sus
cuevas, borrachos, maltrataban a sus esposas duendecitas.
De más está decir que mis
duendes eran unos pervertidos incultos que la imaginación sólo les alcanzaba
para hacer desmanes. Lo anterior es más que justificante para que los niños,
llenos los ojos de miedo, anduviéramos, todo el tiempo, con una resortera al
cuello y piedrecillas en las bolsas de los pantalones. Si algún duende pícaro
se le ocurría enfrentarnos, seguro saldría disparado hacia el mundo de los
geniecillos para quejarse con su padre duende de los disparos de nuestras
resorteras. En cambio, los de Luis Antonio son amantes de la tradición que es
la danza del Parachico como ofrenda a la madre tierra por sus beneficios que brinda
al ser humano. Dan ganas de conocerlos, y por eso René y Juan se enrolan en una
aventura para hallarlos y hacerles tomas fotográficas con un teléfono celular. A
mis duendes, en cambio, me hubiera gustado, si valor tuviera a mis seis años,
retarlos a duelo, a una lucha mano a mano. Piquetes de ojos, quebradoras,
martinetes y zancadillas no hubieran faltado.
Y es en esta búsqueda que
René y Juan emprenden cuando nos ofrecen paisajes bellísimos que determinan la
flora y fauna del cañón del sumidero. En su recorrido por el río puede oírse el
rugido estremecedor de los monos que saltan alegres en las ramas de los árboles,
el aleteo exacto del gavilán que huye asustado a los cielos, el ronroneo perezoso
del mico de noche que nos observa desde la rama de un árbol, el silencioso vacío
que producen las toneladas de rocas que encajonan el río Grijalva y que eriza
los vellos del cuerpo. En El salto de los
duendes uno puede tirarse de clavado a las aguas limpias y profundas del
río para resurgir más limpios, más hombres y más niños. Si los duendes no se
ocultan en alguna de las cuevas del Cañón del Sumidero, René y Juan nos han mostrado
un pedazo de paraíso.
Quiero decir que nunca topé a
algún duende de mi infancia, pero, hoy, al leer El salto de los duendes de Luis Antonio, conocí a los duendecillos que
habitan Chiapa de Corzo. No son duendes cualquieras. Son los guardianes de la
ciudad que motivan la tradición, la danza para ser exactos. Un baile que da identidad
a un pueblo. Que le dota de vida. De alegría. ¿Cuántos recuerdan a los duendes
de su infancia? Sino, los invito a conocer los duendes de Luis Antonio.
Producen alegría. Es emocionante verlos danzar en la penumbra del parque y
luego, chispeantes de felicidad, tirarse de clavado a la fuente. ¿A dónde van?
Retornan al mundo mágico de la imaginación de donde vuelven cada vez que un
niño los invoca, como en el caso de René y Juan.
El salto de los duendes más
que contar una historia, es un viaje hacia la maravilla de la memoria. Allí
donde somos niños capaces de asombrarnos ante el mundo y de entristecernos por
la oscuridad que lo envuelve y de donde, más tarde, brotará la vida. Vida que
vendrá acompañada de la magia de la danza, la melodía, los movimientos
acompasados que buscan agradar a los dioses que viven en el imaginario de un
pueblo alegre y quieto que habita las márgenes de un río donde la historia y el
recuerdo se unen para hacer del hombre y del niño, dioses sagrados que iluminan
la existencia con sonrisas.
El relato de Luis Antonio es
un gran salto hacia el niño que lo habita y al que nos habita. A ese niño que
mira el mundo con ojos inocentes. El niño que cree en los duendes como una
extensión del mundo mágico que nos habita. El niño que es capaz de maravillarse
en el aleteo de un gavilán o en la quietud del cocodrilo que reposa a orillas
de su río.
En El salto de los duendes resuena el tambor, el pito, el compás de los pies alegres. Allí, la sonaja metálica arranca destellos al sol y la
mascara que oculta el rostro del danzante lo transporta al mundo místico determinado
por la religión de ojos y labios que sonríen y agradecen a los dioses por la
vida. El salto de los duendes sólo
puede leerse estando dispuesto a volverse niños capaces de creer en los relatos
que nos explican la vida. Si no es así, difícilmente uno podría oír el grito,
la danza de los pies que se escurren por las calles empedradas hasta llegar al
río para mezclarse con el tiempo y la memoria que no permitirá que este bello
relato se pierda en la maleza del tiempo que camina río abajo y que nunca,
nunca, se detiene.
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