Cuando apagué la computadora
donde Eduardo observaba videos sobre dinosaurios, me dijo serio: “Ya no te
quiero. Tú no quieres que vea videos. Los niños debemos gobernar el mundo”. La
última frase me dejó paralizado, no tanto porque Eduardo estuviera enojado,
sino por el alcance de la misma. Aquello significaba que, de tajo, me decía que
el mundo gobernado por los adultos estaba mal. “¿Y por qué?”, lo cuestioné.
“Porque a los grandes no les importamos”, respondió haciendo pucheros. Yo sabía
que aquello era una manera de manipularme, por lo que no accedería a dejar
encendida la laptop. Sin embargo, las frases “Los niños debemos gobernar el mundo y Porque a los grandes no les importamos” siguieron haciendo eco en
mi cabeza como el tañido de una campana en día domingo.
¿Qué pasaría si, en algún
momento, los niños se revelarán contra el mandato de los adultos, y por suerte,
o gracia divina, como gusten llamarle, se hicieran con el poder del planeta?
Dirán que estoy loco, pero, ¿no cabría pensar en esa posibilidad? Si los niños
se hicieran con el control del mundo, me atrevo a pensar, abolirían el trabajo e
implementarían juegos familiares. Los padres que se resistieran podrían ser
condenados a la orfandad. ¿Cómo reaccionarían éstos ante el desprecio de los
hijos? Los niños decretarían, permítanme soñar, el establecimiento del lenguaje
de la imaginación como idioma universal. Aquel que se resistiera quedaría
abrazado a su racionalidad y, poco a poco, sería relegado al olvido. Se
declararían obsoletas las guerras entre naciones, y a cambio podrían
establecerse intercambios de juegos. Se terminarían las investigaciones
espaciales, además de las construcciones de armas nucleares, y el desarrollo de
la ciencia y la tecnología, pues se verían, todas juntas, como un latente
peligro para la niñez, pues ello conlleva la necesidad de posesión y
destrucción.
También desaparecerían las
religiones, las escuelas, y demás instituciones por contraponerse a la libertad
de imaginación. Todo estaría regido por un acuerdo de respeto sin necesidad de
leyes y armas. Los adultos estaríamos al lado de nuestros hijos para dialogar,
inventar nuevos lenguajes que den cuenta de nuestras historias, soñar, reír,
jugar, leer con ellos, correr por el campo, observar el mundo e instalar el
amor como ejercicio cotidiano. Sin embargo, ¡mucho cuidado! De vez en cuando
podrían desarrollarse “batallas” entre los niños. Sin embargo, no serían las guerras
sangrientas propios del Estado Mexicano y el narco, mucho menos las invasiones
que Estados Unidos promueve contra los países más pobres del mundo, menos las
estúpidas guerras televisivas del PAN contra el PRI. ¡No! Serían batallas donde
los niños, limpios del alma, se dirían cosas como: “¡Niño malo, ya no te
quiero! ¡Dame mi juguete! ¡No quiero jugar contigo! ¡Niño feo!”, pero estas
batallas, para el bien de la infancia, durarían poco tiempo. Bastará con que
los niños se separen y hagan otras actividades para que se olviden del
incidente. Después volverán a ser amigos e iniciarán otro juego. Jamás una
batalla de niños podrá compararse a una guerra como las que se libran en México.
Los niños terminarían con la
corrupción, pues ellos tendrían el control del mundo sólo para jugar, para
recuperar a sus padres y hacerlos reír con sus travesuras. El control no
estaría determinado por el deseo de mandar, de gobernar para enriquecerse como hacen
los políticos en este país. No, el control estaría determinado por la
inocencia. Ello implicaría que, al menos en México, y en Chiapas más, dejaríamos
de ver y oír esos estúpidos promocionales del Partido Verde Ecologista en su aspiración
al poder político. Si a caso oyéramos algo, serían gritos, llantos y risas. De
esa manera sabríamos que en tal barrio, colonia o ciudad, los niños están
jugando.
Si los niños gobernaran el
mundo, me dije, no habría contaminación ambiental, ni el deseo imperante de acumular
riquezas mediante la destrucción. Habría, sí, un incesante deseo de descubrir
el mundo a través de la curiosidad, sin que ello implique destruir aquello que
desea conocerse. Si los niños gobernaran el mundo, pensé, yo no iría a trabajar
nunca más, ni me preocuparía por nada. Me acerqué a Eduardo y lo besé en la
frente. “No puedes gobernar el mundo, pero puedes conquistar esta casa. Así que
dime que deseas hacer”, le dije amoroso a mi cachorro de casi seis años. Se me
quedó mirando como diciendo: “este ya cayó”. Y antes de que dijera algo, corté:
“Pero la computadora no se enciende”. Sonrió pícaro y remató: “Bueno. Entonces
vamos a jugar dominó”, y corrimos por las fichas.
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