domingo, 7 de junio de 2015

Crónica de un gallinero




Dos gallos, en un gallinero, son un peligro. Sólo piensan en pelearse para saber quién de los dos es el más gallo. Lo anterior genera que las gallinas terminen aburriéndose de ambos. ¿De qué sirve que estén fuertes, bravucones y guapos, si ninguno de los dos logran satisfacer nuestras necesidades de lecho y reproductivas por andar de valientes?, quizá las gallinas piensan mientras picotean el maíz.
En el gallinero de la casa tenía dos gallos. Uno negro y otro colorado. Ambos dignos de servirse en platos hondos acompañados de verduras.  
Sin embargo, yo que me considero justo, no tuve corazón para dejar a las gallinas sin sus “pisadores” cuando noté el problema. Así que decidí conservarlos. Alimentarlos con maíz y hojas verdes. Pensé que si insistía en instaurar un sistema democrático, cada gallo se contentaría con su gallina y todos felices. Sin embargo, los gallos casi desbarataron el corral por andar disputándose el liderazgo del mismo. Era una guerra a muerte. Crestas lastimadas y montones de plumas por doquier. El liderazgo del gallinero se estaba definiendo a picotazos y a punta de espolones que estallaban en el pecho del contrario. Sin lugar a dudas, ninguno se daría por vencido hasta no ver al otro dentro de una olla hirviente.
La lucha física ocupaba el pensamiento de los gallos que terminaron olvidando a las gallinas quienes, recelosas, añoraban el sometimiento del apareo. Fue tanto el olvido a la que relegaron a las gallinas que éstas terminaron por olvidarse de los fanfarrones. Se dedicaron a comer y a cacaraquear sobre el tronco del árbol seco que hay en el corral, al fin que con gallos o sin ellos, la naturaleza las obligaría a producir huevitos frescos cada dos días.
Sin embargo, aquel negocio no me era redituable. No podía permitir que Eduardo, mi hijo, observara pleitos cada cinco minutos. ¡Qué ejemplo estaba aprendiendo! No señor. Aquellos gallitos no me quitarían el sueño con sus escándalos de briagos desmañanados disputando el amor de unas gallinitas. O se portaban bien, o uno de los dos terminaría en la olla. Pero cómo decidirme. Ambos lucían muslos membrudos capaz de enloquecer a cualquier carnívoro. Además, a los dos les tenía cariño.
En lo que me decidía, observé que, no conforme con golpearse entre ellos, empezaron a golpear a las pobres gallinas. De ello, pienso, dependería el control del gallinero. Algo parecido a la política actual. El partido, del color que sea, para mantener el control de una población debe tener a la gente contenta o madreada. No hay de otra. Prueba de ello son los más recientes casos de Oxchux y Chenalhó, por mencionar un par de situaciones.
Así que desplumadas y tristes, las pobres gallinas indefensas se resignaron a los golpes, aunque, si oportunidad hubieran tenido, seguro hubieran corrido a pedir apoyo al grupo de féminas chiapanecas para que, juntas, hombro con hombro y a punta de gritos y cacaraqueos, hubieran emprendido una serie de movilizaciones contra los gallos pendencieros y machistas. La consigna hubiera sido, es muy posible: ¡gallo en caldo!
Las gallinas fueron sometidas en un dos por tres. Así que un rato eran del colorado y a los cinco minutos eran del negro. Aquello era inaceptable. A parte de que las gallinas fueron privadas del placer reproductor, ahora eran golpeadas y abusadas sexualmente. No señor. Esos pinches gallos acabarían con mi granja que consiste en dos míseras gallinas flaquitas que, a duras penas, ponen un huevito cada dos días. Así que, pensé, o me los pongo en cintura o me los como.
Aunque a decir verdad, tampoco tuve deseos de medirme a fregadazos con un par de gallos mañosos. ¿Qué tal si tuvieran nexos con la asociación del cuidado de los animales y en un dos por tres me caía encima la gallada de Comitán? ¡No! Lo mejor era una salida pacífica. Que los valentones no sospecharan que iba a deshacerme de uno. Fui al mercado para comprar otras gallinitas con la finalidad de acrecentar mi granja, y de paso vender a uno de los dos perturbadores.  
Encontré a un tipo chaparrito, al que triste, le expuse mi preocupación. No se preocupe, me dijo. Yo le compro el gallo. ¡Magnífica idea! La solución al problema llegó de quién sabe dónde como un milagro. Le pedí me acompañara a la casa para cerrar el trato.  Cuando llegamos los barrió con la mirada. Soltó a las tres gallinas que traía en una caja, mientras que el gallo negro se les vino encima con ganas hacerles el amor allí mismo frente a nosotros. 
“Ese es el bueno, se ve que es pisador”, me dijo con aire de conocedor. Sin embargo, no sé por qué, le dije: ándele, llévese al colorado.
Entró al corral y de un manotazo tomó al gallo colorado que empezó a revolotear. Antes de que el comerciante metiera al animal a un costal, el gallo me dirigió una mirada de odio. Quizá supuso que entre el negro y yo le hicimos complot. Despedí al chaparrito y volví al corral. El gallo negro henchía la pechuga y cantaba orgulloso. Las gallinas, coquetas las arrastradas, corrieron a hacerle un círculo como incitándolo a cantar más fuerte. Después se acercaron más, mientras que el gallo, garañón el condenado, comenzó a golpearlas.

Después las pisó. 

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