Antes de abrir los ojos, sentí unos dedos sobre mi espalda que caminaba de arriba abajo como arañas. Me volví. Hallé a Rita sonriente. Tenía el pelo alborotado, los ojos chispeantes y la cara fresca y limpia. Le sonreí. Eduardo, nuestro bebé de dos años, se revolvía entre las sabanas relinchando como un poni. Cuando nos vio despierto fue a nosotros y nos besó. Después quiso mordernos. No pudo. Se conformó con dejar babas en nuestros cuerpos. Luego imitó a un pato.
Era sábado y los rayos del sol se filtraban a través de la ventana. Seguro sería un día cálido. Propicio para leer y escribir en la cama. O para dar un paseo en el campo y aspirar el perfume de las flores. Le propuse a Rita un paseo a Chinkultik, ruinas mayas. Aceptó de buena gana. Me dio un beso y corrió a la cocina a preparar el desayuno. Afuera el aire era frío y daban ganas de quedarse en la cama. Tomé La Tregua de Benedetti y leí hasta que Rita llamó a desayunar.
Desayunamos huevos, queso, café y pan. Después subimos al coche y partimos. La carretera que lleva a Chinkultik es como una serpiente negra, ondulante, entre el verdor de la milpa que la rodea. Por doquier había parvadas de pájaros revoloteando. Eduardo iba feliz. Sonriente decía adiós a los animales. Su cabello rubio y ondulado jugueteaba en el viento. Al sonreír se le formaba pocitos en los cachetes que daban ganas de morderlos. Sus labios delgaditos y rojos invitaban a darle un beso. A Rita le brillaban los ojos. Y la luz tenue de la mañana se estrellaba en las flores rojas y amarillas del campo.
Llegamos a Chinkultik después de una hora. Desde la entrada se contempla un llano de donde sobresalen construcciones rectangulares. Quizá una plaza para el juego de pelota. Dejamos el coche a la sombra de una ceiba y caminamos. Eduardo corría en el pasto verde recién cortado. Se tiraba y volvía a pararse para volver a caer. Rita y ro reíamos. Oímos que el follaje de los arboles producía un murmullo suave. Seguimos caminando por un sendero empedrado y limpio. Estábamos deseosos por llegar a la cima de la montaña donde está la primera construcción. Para llegar a ella tuvimos que atravesar un arroyo de agua cristalina donde, en los márgenes, lirios blancos se mecían. Rita contemplaba cada detalle y no dejaba de sonreír. Eduardo quiso meterse al agua, pero no lo permitimos. Sólo dejamos que arrojara piedras. Allí nos quedamos un buen rato a esperar a que el pequeño disfrutara de la experiencia. Yo aproveché para hacer algunas fotos. Al ver a mi familia allí, a orillas de un arroyo, felices, sonrientes, di gracias a la vida. Un regalo que debo disfrutar a diario, pensé. Eduardo sonreía con cada piedra que tiraba al agua. Al vernos, a ella y a mí, quitados de la pena, nos ordenó llevarles más piedras. Obedecimos sin respingar. Eduardo era un enano entre el monte. Un ser diminuto con un potencial asombroso. No se cansa, pensé.
Después de un rato, tomé al bebé en mis brazos y subimos la cuesta. Nos detuvimos a descansar cada diez pasos, pues no es fácil subir un cerro con un niño de trece kilos al cuello. Yo resoplaba como caballo de carga mientras Eduardo sonreía alegre. Al fin llegamos. Desde la cima la vista era majestuosa. Un cielo azul y limpio permite apreciar montañas negruzcas que se alzan sobre la planicie. Abajo, en el valle, la vista se deleita con el verdor de las milpas y el azul de los lagos. De vez en cuando parvadas de garzas atraviesan el cielo. Estábamos, según explicación de un guía, en el lugar de las ofrendas humanas. Hay ahí tres planchas que eran altares del sacrificio. Allí se arrancaba el corazón de las doncellas y luego, los cuerpos, eran arrojados al cenote que está a un costado del templo. Desde ahí se observa el azul intenso del agua. Una invitación a tirarse un clavado, bromeé con Rita. A espaldas de la pirámide un cañón se abre permitiendo que el viento suba con más fuerza. Dan ganas de quedarse ahí, tendido sobre una plancha de sacrificio, y no pensar en nada. Hice más fotos. Y a Eduardo, por más que quiso, no lo soltamos para que no rodase por las escaleras.
Bajamos y visitamos una zona no muy conocida. Para llegar ahí, rodeamos la entrada principal de la zona arqueológica y nos internamos a una pequeña selva. La luz del sol se filtraba en hilos dorados. Salimos a un claro donde hay una plaza inmensa. Una vista magnifica: cielo azul, sol, y una ciudad maya reconstruida. Una parte de la plaza aún está cubierta por la selva, pero otra no. En la parte limpia se aprecia la plaza del juego de pelota y las escalinatas que rodean a ésta. También se aprecian estelas con representaciones de señores mayas. Pero hay una, donde según explicaciones de un guía, aparece el señor Pakal, cosa que me pareció increíble porque este rey vivió en Palenque, a lo que el guía dijo que primero pasó por Chinkultik y después siguió a Palenque. En fin. Es una estela de lujo. Dos metros de altura por uno de ancho. En ella se ve la imagen de una persona con los pies separados y ordenando algo con la mano. Viste prendas ricas en plumas y ornamentos en el cuello y mano. Además, conserva un color rojizo. Pintura original.
Para Rita y para mí, descubrir aquello, representó una experiencia fenomenal. Le di un beso, y luego, tomados de las manos, caminamos recorrimos la plaza tratando de reconstruir lo que allí pasó. Sin embargo, nuestra aportación fue mínima.
Después de dejar las ruinas arqueológicas fuimos al lago. El agua, a distancia, se ve azul. Cerca se comprueba el color. Es fresca. Y en su interior hay peces y ramas. Nos quedamos un buen rato contemplando. Desde allí se ven las planchas de los sacrificios. También se aprecia el lugar donde los cuerpos de las sacrificadas eran arrojados al lago. Una escena que hizo los vellos de mi cuerpo se erizaran. Abracé a Rita, besé a Eduardo y suspiré.
Era hora de volver.
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