sábado, 27 de octubre de 2012

Ofrenda al niño fundador




Rita, Eduardo, mi hijo de tres años y medio, y yo, volvíamos del Cervantino de San Cristóbal a Comitán, cuando en una comunidad de esas que están asentadas a orillas de la carretera federal, observé a un grupo de personas que aplaudían con escándalo. Detuve el coche para ver con detalle. Noté que en mitad del círculo de gente había dos tipos con guantes rojos de boxeo. Aquello provocó mi curiosidad, pues resulta extraño que en una comunidad indígena se practique el box. Me volví a mi esposa que se me quedó mirando con asombro pues sabe que soy capaz de abandonarlos en pleno desierto si algo despierta mi interés, y le dije, ahora vengo, y salí disparado con cámara fotográfica en mano mientras ella gritaba que cerrara la puerta, y que, por las prisas, no hice.

Para llegar al grupo de personas descendí una pendiente donde resbalé y caí un par de veces y luego, sobre un puentecito de tablas improvisado por los habitantes del lugar, crucé un arroyo. La mayoría eran morenos y chaparros. Sólo destacaban dos personas por su tez blanca, altura y el cabello largo. Uno de ellos, el más delgado y más briago, gritaba con voz chirriante: Pelearan, si llegan, aclaró, doce rounds, y luego, mirando a los peleadores, enfatizó, no se vale patadas ni piquetes de ojos.

En un extremo, animado con palmaditas y grititos que intentaban ser injuriosos, un chaparrito vestido con camiseta y short azul, daba saltos cortos como un chapulín herido. Intuí era el boxeador local por el apoyo de la mayoría de la gente. Del otro lado, cercado por un grupo reducido quienes brindaban con cerveza corona de cuartito, estaba el retador. Un joven alto, espaldas anchas y brazos algo musculosos.

Ambos peleadores eran animados a partirle la madre al otro, así lo escuché. El retador tenía como manager a un par de mujeres que no dejaban de mentar madre a cada momento. Una era alta y un tanto atractiva por sus pechos bamboleantes que alcancé a mirar de soslayo. Después supe era la esposa del peleador, lo cual no resultaba alentador si intentaba hacerle platica. La otra era chaparrita y pálida. Además tenía un ojo cubierto de catarata que lo hacía ver como una lechuza tuerta. Las dos, como si tuvieran un incendio en las entrañas, bebían cerveza tras otra mientras decían al retador: Mira pinche Canelo, ponte listo, no te vaya a madrear, tú sabés como se tumban a estos jodidos. Apuntale en la quijada y con eso le partes la madre. El Canelo, que era el retador, sólo asentía mientras terminaba la cerveza que otro de sus allegados le colocara en la mano.

A un lado de donde se llevaba a cabo el evento había una casita pintada de azul adornada con papel picado, y el piso limpio, recién lavado. Al fondo, como en un pesebre, una estatua que representaba al niño fundador, el cual estaba engalanado con globos, flores y velas. Luego, preguntado con un espectador, supe era la celebración de su día por lo que le dedicaban los puñetazos como ofrenda.

El referí anunció el primer round con una botella de cerveza en la mano. Dijo: hermanos, éntrenle con ganas, el que gane se lleva cuatrocientos pesos, el que pierda nada. Recuerden no patear, aunque se vale de todo. ¡Denle!, ordenó con un grito. Y ambos gladiadores, midiéndose al principio, se contentaron con dar vueltas como un par de perros viejos que no deciden dar la primera tarascada. Luego de unos segundos se soltaron tremendos putazos en la espalda, en el pecho, en las piernas, en la cabeza. Al principio la pelea era con amistad, quizá hasta con cariño pues era en honor al niño fundador, porque con cada golpe ambos sonreían aunque algo chiveados; sin embargo, a los pocos minutos las miradas se volvieron torvas y entonces, como que no quiere la cosa, empezaron a darse con todo. Como yo estaba pendiente del suceso, no pude dejar pasar por desapercibido los cabezazos, codazos y uno que otro rodillazo. El referí ni sus pulgas en la pelea, lo hallé bebiendo más cerveza bajo las ramas de unos arbolitos. 
Del lado del Canelo gritaban, más las managers que no paraban de beber: Ora cabrón pendejo, no le pegues tan fuerte a mi canelito. Y tú, pinche Canelo, no seas culero y pártele la madre de una vez. Ya probó tu golpe, gritaba otro de los espectadores, ya está herido, otro madrazo y prueba tierra el hijo de su puta madre. Mientras tanto ambos gladiadores se trenzaban como serpientes furiosas. En una de esas los dos cayeron. Y allá, en el piso, respetuosos de las reglas que impuso el referí que ya estaba más briago que una cuba, nunca se patearon aunque si se mordieron.

Supe que el primer round no llegaría a su final si alguno de los dos no era noqueado, por lo que decidí esperar. De pronto vi que el boxeador local empezó a sangrar de la boca, tenía la cara pálida y empezaba a huir del Canelo que estaba intacto. Ahora sí papito, gritó su manager esposa, te vas a comer estos meloncitos, y se descubrió los senos blancos y algo flácidos. En eso todo mundo olvidó a los peleadores y empezó a gritarle piropos obscenos a la provocadora, desde luego incitados por el aguardiente que bebían, pues se sabe que los indígenas son todos muy respetuosos. Cuando el Canelo notó el escandalo que había armado su adorable esposa, se volvió para reprenderla bajando su guardia y quedando a merced del otro. Aquel ni tardo ni perezoso lo cazó, y como dijeran allá por la costa, le soltó tremendo vergazo en la quijada que hizo que el Canelo como pájaro herido fuera a dar al agua y sin meter la mano. De allá lo sacaron entre varios porque, según oí, quedó inconsciente cuando su cabeza chocó contra las piedras y no por el golpe que le propinó el otro. Para mi fue al revés. Cuando llegó al agua iba más muerto que vivo.

Entonces vino el grito de júbilo por parte de los que apoyaban al peleador local que para en ese momento, discreto él, buscaba a gatas el diente que perdió en la lucha. Cuando el Canelo reaccionó el referí preguntó si continuaría en la pelea, pero aquel dijo que no, aunque enfatizó que no era por miedo, sino porque de pronto le empezó a doler la cabeza y un poco el oído. Que le dieran el premio al otro, dijo. Su esposa, emocionada hasta las lágrimas, gritó: Este es mi hombre. Y luego, con un gesto sensual: Tranquilo papito, tu lo madreaste, mira nomás como lo dejaste, parece Jesús crucificado con esos moretones, y hasta le tiraste un diente. El Canelo sólo asintió mientras se limpiaba la sangre que emanaba de su nariz y de la cabeza.

Como ya no quisieron pelear, el referí dijo, como si fuera un párroco: Hermanos, que bueno que todo terminó con bien y nadie salió lastimado. Recuerden que esto es deporte y lo hacemos en festejo al niñito fundador, así que a seguir divirtiéndose.

En ese momento decidí alejarme del lugar y continuar con mi recorrido, no fuera ser que me invitaran a subirme al ring e inmolar un par de dientes a la estatua aquella que tenía las facciones de niño pícaro. Subí al coche, pero antes de acelerar busqué con la mirada a los boxeadores. El peleador local bebía de una botella de aguardiente, mientras que el otro bebía coronita. Ambos se tallaban la cara y la nariz, mientras reían. Es la forma de pagar los pecados inmundos, pensé mientras me alejaba.

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