Eduardo es como un oso
perezoso que inverna entre las sábanas revueltas de la cama. Duerme con brazos
y piernas abiertas. A veces gira sobre sus costados y balbucea cosas
inentendibles para mí, pero que seguro forman parte de algún lenguaje propio de
los seres míticos que habitan sus sueños. Pienso que allá donde se encuentra,
quizá en un jardín poblado de flores amarillas como las que describe García
Márquez en Cien años de soledad, mi
hijo corre como un cachorro que descubre la libertad en la velocidad de sus
pies ligeros. También lo imagino tambaleándose con un tarro de miel entre sus
bracitos cortos y regordetes mientras con los pies intenta asustar a las abejas
que se le pegan en la pancita.
En tanto
Eduardo murmura plácidamente en un sueño que no podré conocer, yo me cepilló
los dientes con crema Colgate máxima
protección anti caries, luego me lavo las manos, la cara y el cabello que peino
hacia atrás. Al salir del baño busco la plancha, la conecto a la corriente
eléctrica, y mientras espero a que caliente reviso un párrafo de la novela que
esté leyendo en ese momento. Después acomodo el pantalón sobre una silla y cuido
que no se le formen rayas porque según Rita, que es experta en planchado,
además de hermosa como un florecita de margarita, dice que a ese tipo de pantalón
(tela de gabardina) no llevan rayas, e inicio. Los movimientos tienen que ser
suaves, de abajo hacia arriba y luego de arriba hacia abajo como si se tratara
de un masaje. Termino de planchar el pantalón y lo acomodo sobre el respaldo de
una silla. Antes de continuar con la camisa que tampoco lleva raya, me indicó
Rita antes de irse al trabajo, consulto el reloj que marca la siete con treinta
minutos.
Cuando
termino, dejo la camisa a un lado del pantalón. Desconecto la plancha y corro a
la cocina a preparar leche con cal-c-tose porque Eduardo está a punto de abrir
los ojos y lo primero que dirá es: ¡quiero queche tibia! Así que me adelanto.
Voy a ganarle a este oso gruñón, me digo para mis adentros. Sin embargo, apenas
termino de cerrar el biberón, escucho: ¡papi!, quiero queche tibia. Sonrío.
Corro a la habitación donde mi pequeño oso me espera con una sonrisita pícara.
Me dice, cuéstate aquí, a su lado, y pide su leche. Me recuesto, lo abrazo, le
doy un beso en la frente, y pregunto, ¿dormiste bien? Ajá, responde, y con sus
deditos empieza a jugar mi pecho lampiño.
El reloj
marca las ocho. Visto a Eduardo entre gritos y saltos que da sobre la cama.
Luego lo conduzco al baño donde orina produciendo el ruido de un chorrito. Cuando
termina lavo sus manos, y cepillo sus dientes menuditos mientras hablamos sobre
el Ada de los dientes que seguro vendrá, dice mi hijo, una noche de estas. En
mis tiempos no era Ada, sino ratón, le digo. Cuando a los niños se nos caía un
diente decíamos: ratoncito, ratoncito, te doy mi diente y dame el tuyo, y
tirábamos el dientito sobre el tejado de las casas con la esperanza de que a la
mañana siguiente despertáramos con un diente de ratón. Eduardo pregunta de qué
color era el ratón de mi infancia, por dónde venía, qué comía, cómo se quitaba
sus dientes para dárnoslo, era un ratón bueno o malo, el diente se nos veía
bonito o feo, y una serie de preguntas que ya no puedo responderle en calma
porque el reloj marca las ocho con quince minutos.
Peino sus
cabellos ondulados, reviso su carita que no esté sucia y luego acomodo un par
de chamitos, una barrita de piña y yogurt en la mochila de mi pequeño. Antes de
salir de casa me dice: llevaré un cuento a mi escuelita, así que lo acompaño a
la biblioteca y espero a que halle el de su preferencia. Después subimos al
coche y Eduardo empieza a leerme Vamos a
cazar un oso de Helen Oxenbury. A las ocho con treinta llegamos a la
escuela donde lo dejo al resguardo de la miss
que es delgadita y frágil como una flor de azucena. Seguro estará bien, me digo
mientras camino de vuelta al coche.
En la casa
doblo las cobijas, acomodo la cama, sacudo mi estudio y los escasos muebles que
tenemos (una mesa, dos libreros, el escritorio y el closet), barro y trapeo el
piso. Consulto el reloj que indica son las nueve con diez. Voy a la cocina y
preparo huevos con tocino que devoro acompañado de un par de tazas de café.
Después vuelvo a mi estudio, abro la computadora y reviso dónde quedé con los
informes que debo enviar al Programa Nacional de Lectura como parte de mi
trabajo y que inicié desde las cuatro de la mañana, hora en que da comienzo mi
día.
Antes de
escribir la primera frase, sonrió para mis adentros. Rita dice que Eduardo y yo
nos parecemos en lo travieso y en lo rebelde. Ambos hacemos lo que nos gusta, y
lo que no lo mandamos por la coladera de las aguas sucias. A los dos nos gusta
hacer nada que implique responsabilidades. Mi hijo juega a convertirse en
hombre araña u hombre murciélago, o a veces en monito que se columpia en las
lianas imaginarias de la casa, o en un león feroz que despedaza cebras rayadas,
pero cuidado si le piden que haga algo que no le gusta porque se convierte en Hulk,
el hombre verde. Mientras eso pasa con él, yo sueño con una casa grande y jardín
con flores rojas, moradas, amarillas, blancas donde sólo me dedique a dormir
mientras Rita va y vuelve del trabajo. Sin embargo, creo eso nunca pasará.
Rita tiene
cuidado de no encargarnos una actividad porque le declaramos la guerra. Sabe
que aborrecemos las responsabilidades, pues las veces que nos ordena ir por
tortillas o levantar las cosas del piso, Eduardo y yo corremos a la biblioteca
y nos encerramos con llave. Desde allá, acostados sobre el piso, oímos sus gañidos
y amenazas de dejarnos sin comer. Y también sus risas, pues aunque lo desee, no
puede enojarse con nosotros. Sabe que Eduardo y yo nos parecemos en mucho por
una sencilla razón: sigo siendo un niño. La única diferencia es que él es uno
de cuatro años, y yo uno de treinta. Y aunque Rita grite y patalee cuando no
obedecemos, sé que adora y ama nuestras travesuras.
Suspiro. A
la una con treinta tengo que volver por mi oso, así que doy comienzo al informe
que es para mañana.
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