domingo, 9 de junio de 2013

La culebra




El inicio

Nubes gordas y oscuras empezaron a opacar el cielo azul. Llamé a Rita para que cerrara puertas y ventanas y no fuera a salir. Don Manuel, el mecánico que revisaba mi coche, hizo lo mismo con su esposa porque aquel cielo negro de tanta nube no podía ser otra cosa que la amenaza de un aguacero tipo al que padeció Noé en el diluvio.
            Un viento fuerte empezó a mover cables, árboles y a zangolotear a los coches que estaban aparcados en las calles. Le dije a don Manuel que este año estaba lloviendo más que de costumbre. Que en pocas horas, el agua inundó algunas colonias de esta ciudad, y que de seguir así pronto tendría que decretarse a la ciudad mágica como un lugar en riesgo. Don Manuel que es un hombre carismático asintió y dijo que diosito lindo ayude a esa gente que tienen casas y pertenencias bajo en el agua. Después continuó aceitando las piezas de un coche.

El viento se hizo más fuerte y gruesos goterones empezaron a estrellarse sobre el pavimento. Miré hacia arriba como para tantear los mililitros de agua que nos caerían encima, y descubrí el infierno. Aquella nube negra se había conjuntado en una sola y ahora daba la impresión de que se arrastraba como una serpiente sobre el piso. Con cada movimiento despedazaba los techos de las casas y la tranquilidad de sus moradores. Le dije a don Manuel, ¡mire!, y señalé hacia arriba donde una especie de remolino hacía girar láminas de cinc como si fueran basuras inservibles. ¡Diosito lindo, es una culebra!, gritó y fue por un machete. Si viene aquí le doy su machetazo, pero ojalá le atine en la cabeza. Así es como se mata a ese demonio, dijo con la cara descompuesta de miedo, a la vez que llamaba a sus hijos para que entraran a una casita de tabla que serviría como refugio si aquella mole de nube y agua se dirigía a nosotros.

     Aquella serpiente de nubes negras dio vuelta a orillas del cerro 
y conforme iba avanzando, los techos de las casas se iban levantado con la rapidez de una pantera. Después todo aquel montón de nubes oscuras se desplomó y se nos vino encima en un aguacero acompañado con ráfagas de vientos que a punto estuvieron de arrancar los coches del suelo.
Nosotros fuimos a escondernos a la casita donde los hijos de don Manuel casi lloraban, y éste invocaba la protección de Dios.



Los hechos

“Venía yo subiendo el cerro, cuando vi que los árboles eran arrancados de raíz y el viento se llevaba las láminas de las casas. No supe qué era, pero tampoco quise investigar y salí corriendo cerro abajo. Lo que me salvó fue que caí dentro de una zanja donde el viento pasó silbando y desgarrando las piedras del cerro. Cuando me levanté busqué la casita que estaba allí, pero no hallé ni una tabla. La maldita culebra se la tragó con todo y clavos” dice el anciano de casi sesenta años que contempla con ojos lagrimosos el resto de lo que fuera su casa, y donde su esposa solloza sobre una silla. 

En las calles del 20 de noviembre y de La cueva hay láminas retorcidas, árboles desgajados y algunos caídos sobre casas, bardas despezadas, cables hecho jirones, sábanas que ondean en las ramas de los árboles, palos astillados, puertas rotas, piedras arrancadas por el corrental del agua, niños llorosos y descalzos que buscan entre los despojos algún juguete, o alguna pertenencia. Algunas mujeres lloran al ver que de pronto todo el patrimonio salió volando por los aires.

“Estábamos en el patio cuando oímos los gritos y la tronazón. Entonces corrimos a la casa para escondernos, pero cuando íbamos a entrar, el techo también salió volando y tras el se fueron nuestras ropas y los productos de la tienda. Lo que nos salvó fue el baño que es de concreto y a donde fuimos a escondernos”, dice una mujer como de treinta y seis años quien levanta algunas prendas del piso, mientras sus hijos se apretujan a su cuerpo porque tienen miedo de tanta gente que anda caminando en las calles, además de policías y los de protección civil que levantan un censo para calcular el número de afectados, mientras que las ambulancias aúllan como animales del mal agüero, y las torretas de las patrullas no dejan de iluminar con sus luces azules aquella desgracia.

“¿Quién va ayudarnos?”, pregunta una anciana que anda descalza. Ya no tengo nada, ni siquiera dónde dormir. A mi nietecita se le cayó encima el techo y casi muere. ¿Quién vendrá ayudarnos? Vuelve a preguntar con las lágrimas resbalando en sus mejillas. Ahí vienen los del municipio, le digo y me despido. Observo que la mayoría de las casas que tenía techos de láminas ahora son sólo cajones vacíos porque el viento se llevó todo. En los terrenos baldíos hay algunos tinacos negruzcos que descansan como enormes hipopótamos y que el viento arrancó de las casas, sobre los árboles están algunas láminas y en las calles se apilan montones de basura con piedras. La fuerza del viento fue impresionante, me digo cuando veo que dentro de una casa hay un montón de láminas enrolladas como si una mano las hubiera apretado para formar una pelotita con ellas.     

No hay luz eléctrica y la gente empieza a iluminarse con velas. Todos intentan hallar algo de sus antiguas pertenencias. Otros recogen tablas y maderas. Otros más recogen estufas, refrigeradores. Algunos sólo están sentados como intentando reponerse de aquel susto que tienen zambutidos en los ojos y en el alma. Hago un par de fotografías y empiezo a desandar el camino pensando que todo aquello, aquella serpiente de nubes como la gente insiste en llamar a la tromba y que don Manuel amenazó con machetear, es resultado de lo que el ser humano ha provocado a la naturaleza. Un solo movimiento de ésta y estamos muertos, me digo y continúo caminando rumbo a casa.  

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