23 diciembre
Rita me invitó a pasar
navidad a la reserva el Triunfo y no pude negarme. Cuando llegamos al
campamento, en pleno corazón de la reserva, el señor Enelfo, guarda parque de
piel morena clara, robusto y de baja estatura, nos dijo que llegar Al triunfo
era un triunfo. Rita y yo afirmamos el dicho al constatar que de Comitán al
campamento fueron once horas de viaje: nueve en coche y tres a pie.
A las diez de la mañana
estábamos al pie del inmenso cerro que teníamos que atravesar caminando. Desde
Santa Rita, la montaña era como un monstruo que podía despertar para
devorarnos. Aquel pensamiento me produjo deseos de volver a Tuxtla. ¿Qué
necesidad tenía yo de caminar tres horas al amparo de un guarda parque
desconocido? En vano busqué respuestas, porque el señor Enelfo cargó en una
mula la tienda de campaña y los víveres que llevábamos. A Rita le ofreció otra bestia
para que montara. Luego iniciamos la caminata por aquel sendero que oscilaba
como serpiente al pie de los inmensos árboles.
Durante el recorrido hicimos
paradas cada trescientos o cuatrocientos metros. Conforme subíamos la cuesta,
el viento se hizo frío y espeso, tanto que sentí vértigos. Mientras Rita iba sobre
la mula, pensé: aquí hay de dos, si eres hombre, caminas. Si eres mujer y no
tienes condición física, montas una mula. Pero caminando o montado en bestia,
el cansancio es insoslayable. El que camina siente que las piernas van a estallarle
en cualquier momento, mientras quienes montan, cuando bajan del animal, no
pueden caminar.
Rita y yo queríamos ver al
quetzal, al jaguar, al puma, al tucán verde, al tapir, al pavón, en sus
hábitat, pues verlos enjaulados en un zoológico no produce la misma emoción que
descubrirlos entre las ramas de un árbol frondoso, en caso de las aves. Llegamos
al campamento a las dos de la tarde, sintiendo que la vida se nos escapaba del
cuerpo. Mi corazón amenazaba con estallar y mis piernas no obedecían un paso
más. Rita no sentía las piernas, menos pudo caminar cuando bajó de la mula. Según
el señor Enelfo, el campamento fue el lugar donde sus padres, que venían de
Motozintla, se asentaron. El mismo Enelfo nació allí antes de que se decretara
reserva. El campamento es una construcción de concreto donde están dispuestas
habitaciones, cada uno con cama y colchón. También hay cocina donde se preparan
los alimentos con leña o gas. Además se cuenta con agua caliente. Desde las
habitaciones se aprecia un arroyo que bordea parte del campamento, además de la
niebla que envuelve al mismo desde las cuatro de la tarde.
Dejamos las cosas en la
habitación e hicimos tomas fotográficas a todo lo que se moviera. Llenarnos los
ojos de aquel verdor húmedo hizo que nuestros corazones latieran jubilosos,
mientras que una calma a prueba de niños malcriados se apoderó de ambos. Me
sentí un hombre afortunado al escuchar el murmullo del viento meciendo los árboles,
el gemido apagado de algún búho en la espesura del bosque, y al contemplar
aquella neblina espesa que envolvía el paisaje y que me hizo recordar a Pedro Paramo. Agradecí a Rita la
invitación y me dispuse a disfrutar mi estancia en ese paraíso. En la cocina, Rita
preparó sopa de verduras que comimos gustosos en compañía del señor Enelfo y
Juan Pérez, guarda parque comunitario de Santa Rita. El resto de la tarde
caminamos las márgenes del arroyo e hicimos más tomas fotográficas. Al
anochecer bebimos café y nos fuimos a dormir. El silencio y la tranquilidad del
bosque hicieron que no soñara nada.
Vista desde el sendero costa |
24 diciembre
El día comenzó con el trino
de las aves. Cuando abrí la puerta de la habitación descubrí un cielo nublado y
gotitas de aguas resbalando sobre las hojas. Cerca del arroyo un montón de
pajarillos rojos y amarillos trinaban sobre las ramas de los árboles que
cercaban el campamento. Cuando llegamos a la cocina, don Enelfo nos ofreció
café.
Después de comer frijoles,
queso, carne seca, tortillas de manos, el señor Enelfo dijo que iniciaríamos el
recorrido por el sendero Costa porque allí se miraba al quetzal, al pavón, y
Mapastepec. Salimos del campamento a las nueve de la mañana. Desde nuestro
ingreso al bosque no dejé de maravillarme con los arroyos que hayamos a nuestro
paso, además de los árboles inmensos cubiertos de musgos y bromelias rojas.
Durante el recorrido, el señor Enelfo imitó un silbido suave, que es como canta
el quetzal, nos explicó. El camino serpenteaba entre el verdor del bosque. Subía
y bajaba, pero siempre dispuesto a llevarnos a alguna maravilla. Rita y yo fotografiamos
árboles, piedras, troncos, arroyos, flores y pájaros que saltaban sobre las
ramas de los árboles. Después de dos horas de camino, con el viento gimiendo sobre
los árboles, escuchamos una especie de rechinido como si una rama se frotará
contra otra. El señor Enelfo indicó no habláramos con el índice sobre los
labios. Luego escrutamos los árboles porque allí podría estar el pavón.
Estábamos a punto de irnos cuando un ave negra se posó en la rama de un árbol
cercano a nosotros. Tenía la cabeza coronado por una cresta roja y las patas
amarillas. Iba a tomarle una fotografía, cuando el pavón voló a otra rama y de
allí a no sé dónde. Por más que buscamos, no lo hayamos.
Continuamos la caminata hasta
un claro. Allí observamos el valle inmenso donde se ubica Mapastepec. Luego
hicimos otro tramo hasta un bosque de encinos donde fotografiamos al colibrí
más pequeño, conocido como Atthis heloisa
en su nombre científico. Después de varias tomas, volvimos. La jornada terminó
tres horas después cuando llegamos al campamento sintiendo un hambre que bien podía
desmayarnos a mitad del bosque y dejarnos a merced de los animales salvajes.
Pavón que Rita y yo observamos a nuestro regreso del campamento |
25 diciembre
Pensábamos volver a Tuxtla
este día, pero creí un sacrilegio no quedarnos otro en aquel paraíso de árboles
y arroyos. Así que después del desayuno emprendimos el recorrido por el sendero
Bandera debido a que un tipo, explicó el señor Enelfo, dejó una bandera en ese
lugar. A unos quinientos metros del campamento, hallamos excremento de puma. Se
notaban vellos y huesos rotos. Según nuestro guía, el felino comió venado la
noche anterior. Dejamos el hallazgo y continuamos el recorrido. El sendero
Bandera, a diferencia del sendero Costa, está atravesado por más arroyos que
pueden ser librados saltando sobre piedras o columpiándose en ramas. También hay
menos subidas. Durante el recorrido fotografiamos árboles y paisajes cercados
por la niebla.
Después de tres kilómetros, como
propuesta del señor Enelfo, volvimos al campamento para conocer una parte del
sendero Palo gordo que debe su nombre a un árbol que su tronco mide quince
metros de diámetro. Llegamos al campamento a la una de la tarde. A las tres,
después de comer, salimos rumbo a Palo gordo. A diferencia de los dos senderos
anteriores, este sólo lo atraviesa un arroyo. Allí el señor Enelfo nos mostró
huellas de tapir y de zorras. Avanzamos un kilometro y luego volvimos porque
estaba anocheciendo.
Como era nuestra última noche
allí, Rita y yo nos quedamos contemplando el cielo estrellado y escuchando el
murmullo apagado de los grillos hasta la media noche. En el cielo se veía la
luna creciente que reflejaba su imagen en las aguas del arroyo. Desde el bosque
llegaba el canto lúgubre de búhos y de otros pájaros nocturnos. Después de
beber café, dormimos.
Uno de los tantos arroyos de la reserva |
26 diciembre
Despertamos a las seis de la
mañana. Por la claridad adiviné iba a ser un día caluroso. Desayunamos frijoles
y luego, en compañía del señor Enelfo, emprendimos el regreso a Santa Rita. El guarda
parque dijo que estuviéramos atentos porque podríamos ver al pavón. A dos
kilómetros del campamento, lo vimos. Estaba sobre una rama y de espaldas a
nosotros. Cuando notó nuestra presencia, apenas y se movió. Rita y yo le
hicimos tomas fotográficas, aunque no gozaran de gran belleza debido a la
distancia en que el ave se hallaba. Después de varias tomas, continuamos el
viaje donde observamos ardillas pequeñas, tucanes y cotorras. Tres horas
después llegamos a Santa Rita. Nos despedimos alegres del señor Enelfo y
emprendimos la vuelta a Tuxtla Gutiérrez con más deseos de quedarnos que de
volver.
El colibrí más pequeño: Atthis heloisa |
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