A Eduardo que me enseña a ser niño
El timbre sonó y los niños
salieron en tropel hacia el patio escolar. Sus gritos eran estallidos de felicidad.
Antes que me arrollaran, salté a un lado. Supuse iban en busca de la libertad a
la que conquistarían con risas, gritos, saltos, piruetas, llantos, carreras e
imaginación. El aire luminoso les oxigenará el cerebro, pensé. Quizá hablen con
enanos de colores, princesas de ojos enormes, ogros barrigones y demonios
bondadosos que componen canciones a la luna. Llegaron al patio agitados y
sonrientes, e iniciaron. Tú eres el bueno, nosotros los malos. Tú el monstruo,
nosotros los que salvamos el mundo. Tú el robot, nosotros los héroes. E inició
la guerra. Estallaron bombas y se desplomaron edificios imaginarios. Más allá, la
sirena de una ambulancia sonó insistente entre los escombros de los edificios. En
el cielo gris, un helicóptero planeaba como ave de rapiña. Al fondo del patio,
parapetados tras los árboles, los niños observaban felices, mientras con sus manitas
regordetas lanzaban más bombas imaginarias.
Después de unos minutos montaron
en caballos luminosos y cabalgaron al espacio donde descubrieron planetas del
tamaño de una naranja. Se internaron en selvas pobladas de criaturas parecidos
a piojos que no dejaban de leer libros gruesos. Sortearon ríos caudalosos donde
peces parlanchines discutían el origen del mundo. Pelearon contra dragones
hambrientos de fantasías y serpientes larguísimas. Atraparon dinosaurios que, a
fuerza de consejos y regaños, hicieron vegetarianos. Después subieron a los
caballos que desprendían chispas de los casos y volvieron a la tierra justo
cuando el timbre sonaba. Venían cansados, pero felices. Rumbo al salón vi que
el brillo de sus ojitos se iba apagando. Seguro temían volver al salón de
clases donde deberían aprender que dos más dos son cuatro, además de las
interminables prohibiciones: ¡No hables!, ¡No te levantes de la silla!, ¡No
rías! Y un sinfín de “Noes” que hacen de la escuela una pesadilla.
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